Yo lloro... ¿Tú lloras?

Siempre que he tenido que pasar por el mal trago de vender mi antigua moto, o una moto que ha estado en la familia muchos años, no he podido evitar echar una lagri­milla… Y es que los que amamos nuestras motos, las queremos como si fuesen seres animados. Las limpiamos, las reparamos, las ponemos a punto y las admiramos paradas en el garaje. Las mimamos, les damos lo mejor y no podemos dejar para mañana esa bombilla fundida que se acaba de estropear. Siempre al 100 %.

Juntos hemos pasado unas cuantas salidas, por suerte no nos hemos caído demasiado, y siempre que le he ido a dar al botón de arranque, su corazón ha cobrado vida al instante. Y eso siempre ha sido con todas mis motos. Nunca me han dejado tirado. Yo me porté bien con ellas y ellas se portaron bien conmigo.

Recuerdo especialmente el día que vendí mi querida CBR600F de 1992, aquella que era blanca, roja y lila, con llantas negras. Cuando la vi alejarse ya en manos de su nuevo dueño, sólo desee que se portara tan bien como yo me porté con ella. Me supo mal venderla y no pude derramar alguna lágrima, pero había llegado el momento de cambiarla. Tampoco me iba de la casa, ya que me quedaría la nueva versión Sport en rojo y negro, pero me lo pasé tan bien con aquella pequeña maravilla, que la llegaría a añorar.

Otro día triste fue cuando vendimos una BMW R75 con sidecar de 1941, la conocida BMW de guerra. Había estado con nosotros un cuarto de siglo, y también llegó el mo­mento de la despedida. Fue una de las pie­zas que compró mi padre en su día, cuando nadie daba un duro por un viejo cacharro. En nuestro país no había cultura de clási­cas, y esta BMW fue una auténtica joya de la familia. Estaba arrinconada en un patio, medio desmontada, sin el sidecar, sucia, olvidada… Con mi padre la desmontamos pieza a pieza, la mandamos pintar, el motor se abrió y repasó, y luego la montamos de nuevo nosotros mismos, pieza a pieza, como un puzzle. Aquella BMW la vivimos especialmente y de manera muy intensa. Nació de nuevo en nuestras manos, nunca mejor dicho.

Sí, aquel día creo que fue la despedida más triste que nunca haya dado a una moto, porque se iba parte de mí y de nuestra historia familiar. Pero la vida es así.

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