Viaje a la lejana India (1a parte): La Ruta de las Plantaciones

Mi viaje empieza en Gokarna (Karnataka), en mitad de la costa oeste del subcontinente, desde donde comienzo a bajar hacia el sur, por la costa, para más tarde adentrarme en las montañas de Kerala; la humedad del ambiente se contrarresta con la brisa del mar. Estoy en una zona llena de palmeras, vegetación y carreteras sencillas con preciosos puentes que se levan sobre los caudalosos ríos. Poco a poco la carretera se va estrechando hasta atravesar un pequeño pueblo rivereño. Los puestos de pescado seco se huelen kilómetros atrás.

Al final de la carretera principal del pueble­cito me vuelvo a encontrar con el río; para cruzarlo no hay un enorme ferry. Observo que poco a poco la orilla de cemento se va llenando de motos, no hay ningún coche. A los pocos minutos, una barcaza a motor se aproxima, sobre ella varias motos chinas y un montón de gente. Tendré que meter la moto ahí, pienso, dudando si entre los flacos indios serán capaces de mover mi Ducati Scrambler. Después de descar­gar, mi pregunta es si la barca aguantará y no nos iremos, moto incluida, todos al fondo de ese río.

Después de descansar en una bonita playa de palmeras hasta la orilla, comer el Tali de pescado y abrasarme la lengua con el picante de esta zona, tomo rumbo al oeste. Me inter­no poco a poco en una de las zonas más ricas y bellas de India, la provincia de Kerala. El aire es menos cálido, aunque la humedad sigue reinando y el sol es implacable. Además, hay una ola de calor que hace que el horizonte se vea borro­so. Comienzo a disfrutar de una bonita subida, rodeada de suaves curvas, pequeños ríos y cascadas secas por el calor. Las palmeras finas van dando paso a los enormes árboles centenarios, que me acompañarán ya el resto del camino. La ligereza de mi montura me permite moverme ágil entre el asfalto y las zonas que carecen de este negro material. Muchos caminos están rotos o descuidados, pero la belleza natural que me rodea es espectacular.

Antes del atardecer llego a Balur, una casa en plena jungla, a la que se accede por una molesta pista de piedras incrus­tadas, barro de las últimas lluvias ya cocido y paja seca. La travesía merece la pena. Una noche en medio de la jungla, rodeada de elefantes, tigres, monos, aves con todo tipo de cánticos y algunos insectos.

A la mañana siguiente, bien temprano para aprovechar un breve descanso que dan los rayos de sol (a las nueve de la mañana ya rozan los 36 grados), dirijo mi montura más hacia el norte. Allí me esperan las plantaciones de café que comparten espacio con las de pimienta y en ocasiones con las de naranjas. De nuevo una jungla domada, con planicies aradas de las que asoman los restos del arroz de la pasa­da cosecha. Búfalos de agua y otros de tierra que tiran de carros de enormes ruedas, a los que esquivo sin cuidado durante mi camino.

Aguantar esa humedad tiene una recom­pensa y es el paseo matutino hasta una lago en lo alto de las plantaciones. El café lo trajo Gengis Kan de Etiopía y aquí se cultiva, diferenciándose del resto, en la montaña. La Ducati Scrambler resulta más que divertida por estas reviradas carreteras. El equipamiento de verano es incómodo con la humedad, pero todo se olvida al levantar el casco y poder oler el aroma de la flor del café.

De nuevo rumbo al sur, atravesar el sistema montañoso es lento y muy bonito. Las etapas de algo más de 170 kiló­metros son lentas, y se necesitan más de cuatro horas de la jornada para realizarlas. Curvas y más curvas, pequeños puertos, subidas y bajadas junto con el paso de pequeños pueblos llenos de color y aromas, hacen que a una se le olvide la noción del tiempo. Ni mi estómago, acostumbrado ya a los fuertes desayunos con picante, se quejan del paso del tiempo. Enlazo una con otra y me fijo en los carteles que anuncian que la carretera se interna en un parque natural, santuario de tigres y elefantes. No tocar la bocina, no parar, no dar de comer a los monos… con este calor, pienso, no querrán comer ni animales ni personas.

El lugar de descanso es complicado encontrarlo entre tanta carreterita que sube y baja las colinas de té. Plantaciones a más de 2.000 metros y un sublime olor a té recién recogido. Es obligatorio visitar la planta de procesado de esta hoja, tan apreciada en Asia e Inglaterra. Las miles de hectáreas de tierra que dan forma a las suaves colinas han sido coloni­zadas por esta planta, recortada con mimo, haciendo cada recodo, cada curva, un paisaje irreal adornado por hermosos árboles de hojas rojas o amarillas que le dan el color a tan verde extensión. Es como si en el Jardín del Edén existiera un jardinero.

La última parte de este viaje por las plantaciones me lleva a una zona aún elevada, pero mucho más salvaje y abrupta que las anteriores. El cardamomo se huele desde la primera curva, aunque no lo veo, está plantado en los barrancos, en­tre las cascadas ahora secas, al fondo del estrecho y peque­ño valle. El camino de acceso a esta casa del siglo pasado es complicado. Fuertes subidas que terminan en escarpadas bajadas llenas de roca y piedra suelta. A los lados enormes plantas verdes y colosales piedras de granito.

Estoy abajo del todo, miro de nuevo hacia la pendiente y diviso un tejado verde. Allí está la casa. Giro el gas de la maneta para animar al motor a subir veloz con todo mi peso, el de mi equipaje y el de algunas cajitas compradas como recuerdo llenas de semillas maravillosas, las mismas por las que los portugue­ses, españoles, franceses e ingleses quisieron controlar esta zona del sur de india: el té y la pimienta, el café, el clavo, la nuez moscada.

Llego a la enorme mansión construida con ricas maderas autóctonas. Me dan la bienvenida invitándome a tomar un aromático té. El camino hasta aquí ha requerido más de cuatro horas entre puertos de montaña, carreteras reviradas, tráfico de camiones cargados con sacos y pájaros de colores increíbles saludando al paso. Estoy rendida. El paseo bajo las enormes plantas de cardamomo me permite descubrir el secreto de sus semillas que crecen a ras de suelo: las re­cogen las mujeres, las ahúman con las maderas de árboles caídos y las secan al sol tras un día de oscuridad. Otra cajita más. Otra promesa de regresar.

Pero tengo que continuar, ya que este viaje no termina aquí, ahora toca dar un giro radical a la aventura: estoy llevando a cabo el Desafío AsiaEmisones0, recaudando fondos para un orfanato de Katmandú, ciudad nepalí a la que tengo previsto llegar en un mes. Un viaje al que borrar la huella de CO2 de la Ducati Scrambler Urban Enduro a la vez que se ayuda a los niños sin familia de la azotada tierra de los Himalayas.

Continuará...

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