Una ruta auténtica: La Old Spanish Trail

La Ruta 66 sirvió para llevar inmigrantes al oeste durante la Gran Depresión y se hizo famosa gracias a un blues de finales de los cuarenta y a una serie de televisión en los sesenta. Había nacido el mito de la recta interminable. Aunque la ruta desapareció en 1985, miles de turistas se lanzan cada año buscando el sabor de road movie norteamericana.

Existe, sin embargo, otra ruta histórica menos conocida pero quizá más interesante, sobre todo para los muchos españoles que viajan cada año a Estados Unidos. La Old Spanish Trail. Va desde St. Agustin, en Florida, hasta San Diego, en California. Atraviesa ocho estados y recorre 4.000 kilómetrosA diferencia de la R66, la OST supone un auténtico costa a costa, del Atlántico al Pacífico, y sobre todo se asienta sobre el profundo pasado español en Norteamérica.

El punto de origen de mi viaje es Florida, un estado reciente de la Unión. Dejó de ser española en 1821, cuando se la vendimos a los norteamericanos. Empiezo en St. Agustin, una ciudad pequeña que ostenta con orgullo su pasado español y el ser la primera población en Estados Unidos, fundada en 1565 por el asturiano Pedro Menéndez de Avilés. Lo más interesante es visitar el impresionante Fuerte San Marcos, construido de coquina; el viejo pueblo colonial y la alta cruz que conmemora la celebración de la primera misa en territorio de Estados Unidos. La ciudad está en el estuario del río Matanzas, que al atardecer se torna de un intenso color dorado, casi rojo sangre, como la de los hugonotes franceses que se habían establecido aquí y que Menéndez de Avilés vino a expulsar.

Abandono la ciudad sumido en un pesado tráfico. Estados Unidos son varios países en uno. La costa este nunca ha conseguido seducirme. La encuentro masificada y en ella se coagulan los peores estereotipos norteamericanos: el sálvese quien pueda social, la prisa, el egoísmo y la desconfianza. No me siento cómodo aquí. Menos aún en Florida, un estado llano y pantanoso, refugio de jubilados. Lo llaman el estado del sol, pero está frecuentemente asolado por ciclones y huracanes. Recorrerlo en moto no es muy divertido. Autopistas cargadas de vehículos ciegos y flanqueado por un espeso manglar. No se ve nada, no hay montañas, ni accidentes, ni nada más que la tupida selva. De vez en cuando me cruzo con motoristas de Harley y sin casco. En este estado es legal siempre que se tenga seguro; se puede circular sin seguro, pero en ese caso hay que llevar casco. No es la única rareza para el motorista europeo. En Estados Unidos está radicalmente prohibido circular entre coches. Hay que esperar en los semáforos detrás del vehículo precedente.

Tallahassee es una urbe rodeada de autopistas de circunvalación y espesos bosques. Me alojo en el Motel 6, el más barato. Impersonal y frío, es el lugar ideal para el viajero. El país está bien surtido de estos establecimientos donde por poco más de 50 dólares se disfruta de enorme cama, baño, televisión, Internet, moqueta sucia y el ruido de los vecinos. La gran ventaja es que cada habitación tiene entrada independiente y la moto se aparca enfrente. Cuando llega la hora de abandonar, simplemente se deja la llave en la puerta y sin pasar por recepción uno se larga. Si se realizan destrozos, la policía se encarga de ir repartiendo una lista de indeseables a los que no se les puede alquilar un cuarto. Yo no estoy todavía en esa lista, de modo que obtengo posada para dormir como un leño en cuanto toco la cama.

Al día siguiente visito un parque en el centro, el Hernando de Soto Winter Encampament Historic State Park, llamado así porque se supone que aquí pasó el invierno de 1539 el explorador extremeño y celebró la primera Navidad en lo que hoy es Estados Unidos, país que tiene escrito en su moneda “In God we trust”, ‘en Dios confiamos’. Hernando de Soto, desembarcó con casi 700 hombres en 1539 cerca de Tampa y recorrió 5.000 kilómetros a lo largo de dos años de continuo pelear con indios hostiles. Descubrió el Misisipí y allí lo enterraron sus oficiales tras morir de unas fiebres. Ese descubrimiento tal vez supusiera el día más triste de su vida.

Antes de abandonar Florida rumbo a Luisiana, recaló en Pensacolauna gran ciudad asomada a una cerrada bahía. La población ofrece un atractivo aspecto vacacional y europeo. Las calles son de edificios de dos plantas y las avenidas están arboladas. Hay maravillosas mansiones asomadas al golfo de México y un imponente cartel a la entrada del Downtown que nos informa con orgullo de que Pensacola es el asentamiento más antiguo de Estados Unidos, fundado en fecha tan antigua como 1559. Esto, evidentemente, no lo hicieron los puritanos del Myflower, desembarcados casi sesenta años después. Esto se debe a otros pioneros. Pioneros españoles, y a un personaje maltratado por la historia, completamente olvidado en su país, pero que ha sabido encontrar un hueco en la de esta nueva gran nación que está forjando una nueva identidad casi cada día.

Tristán de Luna y Arellano intentó establecer aquí la primera colonia estable en 1559, pero uno de esos malditos huracanes caribeños se la llevó por delante. Y como España desprecia a los fracasados, pues el bueno de Tristán es un perfecto desconocido, salvo para algunos norteamericanos, que parecen preocuparse por su historia más que nosotros por la nuestra.

Pensacola es un lugar relevante para la historia española en Norteamérica por otro motivo. Aquí se libró en 1783 una batalla decisiva para que España recuperase Florida de manos inglesas, pero también para la independencia de Estados Unidos, ya que fortaleció a los rebeldes, quienes a través del río La costa este nunca ha conseguido seducirme. La encuentro masificada y en ella se coagulan los peores estereotipos norteamericanos De cuando en cuando, una breve incursión off-road viene bien... Misisipí y del puerto de Nueva Orleans pudieron abastecerse. El autor de esa victoria es Bernardo de Gálvez, gobernador de La Luisiana española, el único español con estatua en la avenida de los Libertadores de Washington.

Rumbo oeste y bordeando la costa del golfo de México atravesamos rápidamente las estrechas franjas de Alabama y Misisipí, estados que tienen aquí su única salida al mar, antes que arribar a La Luisiana, cuyo cartel nos recibe con la flor de lis, nítida herencia francesa. Y es que este territorio fue francés hasta el Tratado de París, que puso término a la guerra de los seis años. En virtud de ese acuerdo, Francia cedió a España La Luisiana y España cedía a Inglaterra Florida. Pero en 1883 se rompió la paz con Inglaterra y el entonces gobernador de Luisiana, Bernardo de Gálvez, se enteró antes que los ingleses para atacarlos en Mobile y Pensacola.

La capital de Luisiana era Nueva Orleans, que aparece como un horizonte erizado de rascacielos al final de un interminable puente autopista que cruza el lago Pontchartrain. A primera vista es como cualquier otra ciudad estadounidense presidida por el reluciente skyline de los negocios. Hasta que se abandona la interestatal y uno se pierde en el coqueto Barrio Francés. Surge entonces una de las poblaciones con más encanto arquitectónico de un país caracterizado por un urbanismo anodino, desangelado e impersonal. Nueva Orleans tiene personalidad. Mucha personalidad. Casas con soportales, balconadas, rejas, faroles. Hay alma en estos edificios y en estas calles. La música que suena en cada rincón no es banda sonora de un decorado, es real lo que se vive aquí. Tras el desastre del huracán Katrina se reconstruyó entera tal y como era antes. Pero no fue la primera reconstrucción. La ciudad sufrió un devastador incendio en el siglo XVIII y si hoy luce con todo su romanticismo francés fue porque un español ordenó su rehabilitación. Bernardo de Gálvez, gobernador de la Luisiana Española.

El viajero quizá se sorprenda al pasear por la famosísima Bourbon Streetencontrar unas placas hechas con azulejos de Talavera de la Reina donde se informa de que esa calle se llamaba así en tiempos de la presencia española del Borbón. Todo el centro histórico está surtido de estas placas que recuerdan los viejos nombres españoles. No puedo irme de la ciudad sin asomarme al río que tanto glosara Mark Twain. El Misisipí, descubierto por Hernando de Soto. Creo que cuando lo vio debió ser un día triste. De Soto ya era un hombre inmensamente rico y afamado cuando organizó la expedición de Norteamérica. No le movía el ansia de oro como se ha dicho. Buscaba algo más elevado, pretendía descubrir el paso norte al Pacífico, la anhelada ruta a las Indias Orientales, a las especias. Quería un lugar en la Época de los grandes descubrimientos como el de Vasco Núñez de Balboa, descubridor del Pacífico. Por eso recorrió tantas millas en América, buscando el océano, pensando que Florida era una gran isla. Pero cuando vio tan inmenso caudal de agua, se dio cuenta de que el Misisipí sólo podría nacer en una descomunal masa continental. No había isla, ni paso norte, ni gloria de descubridor para él.

Aún en Luisiana encontraremos otros pueblos de herencia hispana, como New Iberia, fundado por el alicantino Bouligny, quien ignorado en su patria tiene en esta pequeña población un busto de bronce que recuerda su hecho fundacional. A pocos kilómetros se encuentra el Spanish Lake, un lago rico en fauna y flora salvaje, que se puede rodear por una pista de grava. Sin embargo, en cuanto empiezo a circunvalar la laguna, una gigantesca pick-up se interpone en mi camino. “Están prohibidas las motocicletas”, me informa el conductor de malos modos. Yo miro su inmenso vehículo, muy habitual en Estados Unidos, y luego mi BMW, diminuta en comparación. No puedo entender el razonamiento por el que semejante tanque es bienvenido en el Lago Español y sin embargo no lo es un poco agresivo vehículo de dos ruedas, más ligero, menos contaminante y mucho más silencioso.

Meneo la cabeza y vuelvo grupas; definitivamente, no me gusta la parte este del país. Estoy deseando entrar en el oeste y disfrutar de los grandes espacios y la gente sencilla. Pero como en los cuentos, eso será otra historia que contaremos en el próximo reportaje de la Old Spanish Trail.

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