"Lo siento, señor, no puede embarcar. Su pasaporte está caducado”. Estas palabras me dejan al borde del K.O., con mi cerebro más embotado que si hubiera recibido un directo cruzado en la mandíbula. No he traído el DNI y el carnet de conducir no es suficiente. Reacciono y pregunto. Dos policías me indican que tal vez me puedan emitir un nuevo pasaporte en el aeropuerto de El Prat. Así comienzan dos idas y venidas frenéticas entre el puerto y el aeropuerto, con mi Yamaha X Max 250 respondiendo a la perfección, sin resaca alguna del largo trayecto entre Sarriguren (Navarra) y Barcelona capital. Se obra el milagro y obtengo un pasaporte nuevo con un año de validez, y minutos más tarde la tarjeta de embarque para el ferry que nos llevará al puerto italiano de Civitavecchia, al norte de Roma.
Las tres primeras jornadas van a ser de carretera y manta, con idea de llegar a la punta de la bota italiana lo antes posible, pero sin renunciar al disfrute del propio recorrido. Así, me acerco al Vesubio, cuya ascensión no pude realizar en un viaje anterior y, ciertamente, merece muy mucho la pena. Impresiona sobremanera la visión de la enorme caldera de este volcán, cuya erupción sepultó Pompeya y Herculano allá por el año 1979. Sigo mi camino hacia el sur, con la lluvia como inesperada e incómoda compañera de viaje. Tampoco me tranquiliza el modo en que muchos conductores me adelantan, ocupando la mitad de mi carril, aunque acabo acostumbrándome y volviéndome un poco camaleón, mirando al mismo tiempo con el ojo izquierdo al retrovisor y con el derecho al frente. Es ya noche cerrada cuando llego a San Giovanni, donde tomaré el ferry que me llevará a Sicilia, cuya cercana costa delimitan cientos de luces. Entre volcanes
La mañana siguiente, y tras un breve trayecto en ferry, ruedo ya sobre asfalto siciliano. Busco un camping que me sirva de punto de partida para varias excursiones que tengo pensadas, y el camping Mokambo, en Mascali, resulta ideal para ello.
Los volcanes me atraen como un imán en esta primera parte del viaje, y el Etna y Vulcano son mis próximos destinos. Y no puedo calificarlos más que de memorables. Me gusta salir a la montaña, pero la experiencia de caminar sobre laderas volcánicas y bordear cráteres, aderezada con unas vistas fantásticas en los 360º, es diferente, y todavía me provoca cierta emoción recordar aquellos momentos.
Tampoco dejo de lado la vertiente cultural en el viaje, así que me acerco a Siracusa, que me lleva toda una jornada porque hay mucho que ver, y a Agrigento, desvío casi obligado en mi camino hacia Palermo, mi siguiente parada. Resulta agradable y ameno este recorrido por el interior de Sicilia, Mascali-Agrigento-Palermo, pero todo se tuerce a última hora. Necesito encontrar un camping para mis dos últimas jornadas en esta isla, y no se me ocurre idea más peregrina que seguir a una autocaravana, pensando que, avanzada la tarde, se dirigirá a algún camping.
Todo se complica cuando se mete sin querer en dirección contraria, cosa que yo no hago, pero quedo a merced de fuerzas infernales. Porque no se puede definir de otra manera el tráfico de Palermo en hora punta, en el que millones de coches y motos pelean entre sí por avanzar unos pocos metros. Me resitúo, busco el Este con desesperación y una hora más tarde salgo del infierno, y media hora después el cielo se me abre cuando veo un cartel indicador del camping Olimpo, en Santa Flavia.
Vuelvo a Palermo un par de días después, para tomar un nuevo ferry que me llevará hasta Cagliari, en el sur de Cerdeña. Por suerte, el infierno no lo es tanto el sábado por la mañana, aunque un diablillo en coche casi me lleva por delante cuando cruzaba un paso de cebra con el semáforo de peatones en un verde tan clamoroso como inútil. El trayecto hasta Cagliari lo realizamos de noche y nos brinda un momento especial a quienes contemplamos la oscuridad desde la borda del barco. Primero vemos un pequeño punto rojizo en el horizonte. ¿Será un volcán en erupción? Poco a poco el misterio se desvela y una luna incandescente se hace dueña y señora de la noche. Arribamos a Cagliari justo al amanecer. Recorro durante varias horas el núcleo histórico de esta bellísima ciudad y por la tarde prosigo camino hacia el golfo de Oristano, en la costa oeste de Cerdeña. El camping Spinnaker será mi hogar durante las cuatro próximas jornadas, pero ante todo ha llegado el momento de cuidar a la pequeña y trotona Yamaha. Llevamos 3.000 kilómetros de viaje y necesita su cambio de aceite como yo el respirar, además de otros pequeños arreglos. En el concesionario Yamaha Valentino Piras de Oristano me atienden al momento y en un par de horas la X-Max está lista para los muchos kilómetros que todavía nos quedan por recorrer. Estos días los dedicaré a conocer los nuraghi de Su Nuraxi y Santa Cristina, también pasearé por las ruinas romanas de Tharros y disfrutaré de una intensa jornada motera cuando me acerque a la Costa Verde, en un recorrido repleto de curvas, cuyo interés estuvo más en el propio trayecto que en el destino final, que apenas pude catar. Y después de cada salida, como colofón diario, paseo por la playa contigua al camping, contemplando el Mediterráneo y la puesta de sol, antes de retirarme a mis aposentos de dos metros cuadrados.
Llevo ya 17 días en marcha cuando pongo rumbo a la costa este de Cerdeña. Recalo en cala Gonone, en el camping Sardinia, mi nuevo campo base para otras cuatro noches. No lo esperaba a estas alturas del viaje, pero las sensaciones más fuertes están por llegar. Por un lado, el recorrido a través del cañón de Gorroppu, hasta su zona roja, resulta muy físico, con trepadas y destrepadas por enormes rocas.
Descargo en él una enorme cantidad de energía, rodeado en todo momento por un paisaje grandioso. Y por otro lado, si en un determinado lugar se ven tantos moteros, algo debe haber cerca. Y así es. La ruta entre Baunei y Cala Gonone es de MotoGP, con todo tipo de curvas y enlazadas, perfecta para las dos ruedas con motor, que la X-Max y yo afrontamos con decisión, a un ritmo más que ligero, a costa, eso sí, de sentir cierta angustia en alguna apurada de frenada.
Si a estas dos experiencias añadimos los encantos propios de Cala Gonone y la visita a las increíbles grutas del Bue Marino y de Ispinigoli, no puedo sentir más que cierta tristeza al levantar campamento y dirigirme hacia el norte.
Al atardecer del mismo día me encuentro ya en Ajaccio, Córcega, después de muchas horas de moto, de tomar otro ferry y de soportar el tráfico dominical de vuelta a casa, que uno pierde la noción del tiempo y no sabe en qué día vive. Mi intención inicial era realizar varias salidas por el interior de Córcega, pero apenas me restan cinco días para el regreso y además llueve, así que descarto la idea. Después de un par de días por Ajaccio, regreso a Bonifacio, por la divertida carretera que une ambas ciudades.
Bonifacio lo tiene todo como localidad turística, por sí misma, por su fantástico enclave y por el entorno natural que la rodea. Merece la pena pasar al menos un par de días en ella. Compensa, con creces, incluso la feroz tormenta nocturna que casi colapsa mi pequeña tienda.
Los últimos días de viaje mi mente piensa más en la vuelta a casa que en el disfrute del mismo, y recuerdo con más interés algunos episodios puntuales que aquellos puramente turísticos. De Porto Torres, de nuevo en Cerdeña para embarcar en mi último ferry, recordaré que eran ya las nueve cuando encontré de milagro el decadente hostal Royal, que me evitó tener que plantar la tienda en cualquier rincón de la carretera para pasar la noche.
Y tampoco se me olvidará, en el camino de vuelta de Barcelona a Sarriguren, habiendo anochecido ya, el pique salvaje entre dos enormes camiones, intentando uno adelantar al otro de cualquier manera, que se prolongó durante unos intensos 10 minutos, sin que por fortuna la cosa llegara a más.
26 días y 4.735 kilómetros después, duermo por fin en mi cama, primer síntoma de que la rutina vuelve