Rutas
Ruta Samurái: sueño cumplido
Mongolia es como otro mundo, como si la civilización no se hubiese desarrollado nunca, sólo en muy pocos aspectos. Por lo pronto, si me quejaba de Rusia, en Mongolia las carreteras no existen, hay pistas de tierra a montones y como no lleves un buen GPS y buenas nociones de orientación, te pierdes en nada y allí te quedas…
Al entrar en la frontera, en Tashanta, tuve problemillas, para no variar; tras varias gestiones y charlas me dejaron entrar. Te cobran por todo. Un tipo al salir de la frontera mongol, en medio de la pista, te dice que hace falta un seguro para la moto, que luego es una mentira… en fin, todo distinto. Lloviendo por pista embarrada, menos mal que el piso era pedregoso y agarraba algo la moto; ir con esas ruedas era jugársela siempre, te encontrabas arena y sufrías de lo lindo. A veces vi mi moto entrar en barrena, de lado a lado, arenales difíciles, y salía dando gas como un poseso y no me caí no sé cómo, a punto estuve muchas veces, cosas de viajar en moto.
Esa primera noche en Mongolia dormí en una yurta, casa típica de esos lares. Sus gentes, superamables, aunque las comodidades nada que ver ni tan siquiera con mi saco de dormir, pero eso era lo de menos, la amabilidad de esas personas, sus sonrisas, el dártelo todo, eso jamás se olvida.
Quizás por un lado genial, la gente fantástica; por otro, la comida, regulín, pero no tienen para más, sobreviven con lo justo, y esa cama de muelles jamás la olvidaré, tenía tanto frío, que sólo me quité botas, casco y chupa y lo demás puesto, dentro de la cama. Me invitaron a su casa al verme ir por esas pistas perdidas con agua y embarradas. Eran dos chicos en una pequeña moto, me indicaron y yo les seguí, tenían cara de felicidad y asombro al verme. Fue gracioso, la carne que me ofrecieron tenía tantos tendones –era de cabra–, que me era imposible comerla, la masticaba lo que podía sonriendo frente a ellos, pero no podía comerla… cuando podía, me la ponía en la mano y la tiraba al suelo, era tierra y no se notaba. Lo que sí pude comer fueron una especie de tortitas de maíz o algo así que te daban con un té especial como con leche.
Una reunión inesperada
Seguí la marcha al día siguiente, mucho calor, poca agua, todo el día con diarreas, los mosquitos que si paras te comen; en fin, sí, muy bonito el lugar, mucho relax, poco tráfico, ja, ja, ja, pero duro, así es el desierto. Yo recomiendo llevar un vehículo escoba, tipo Land Rover, con agua, alguna pieza y comida, ya que en Mongolia, exceptuando un par de sitios, la comida es pésima.
La moto, ayyyy, la moto, se estropeó un día cualquiera en una recta, sin nadie claro, en medio del desierto. Allí estuve hasta que pude localizar una pequeña camioneta, que me llevaría a las tantas de la noche a la aldea del Altai, no sin antes cobrarme unos buenos 100 euracos por tan sólo unos kilómetros. No sabía qué había sucedido en la moto, creí que era la batería, pero no fue así, el alternador dijo caput, se fundió, eso lo supe meses después, ya estando aquí en España.
El tiempo que pasé solo en el desierto fue indescriptible, no pasaba nadie, pero en un momento al atardecer, esperando la camioneta si llegaba, apareció en el horizonte alguna que otra moto, de esas monocilíndricas viejas y bajitas. Se pararon, y esas geniales gentes, con sus sonrisas y por señas nos hablamos, se sentaron a observarme, ya que pararon varios, me ofrecieron Vodka, un bonito atardecer.
Me senté a observarles y ellos a mí, nos reíamos y nos observábamos mutuamente, una sensación fantástica al anochecer, en medio del desierto, esos momentos jamás podré borrarlos de mi mente. En eso radica el quid de los viajes, esos momentos de sublime felicidad, esos trocitos de paz y relax, eso nos demuestra qué hacemos aquí, cosas de viajar por el mundo.
Vivir unos días en esa aldea del Altai se las traía, el hotelucho no tenía agua en la habitación, ni fuera, ni ducha ni nada, algo normal en aquellos lares, y encontrar comida en esa aldea, que se pudiese comer, pues bastante complicado. El olor que ya desprendía mi cuerpo se las traía, vamos que hasta yo ya me estaba asfixiando. Una semana sin agua, tela, sólo el agua que conseguía era para beber y solamente en las pequeñitas tiendas de la aldea.
Encontré un restaurante que ponían tortilla de gambas, y todo el día comía esas tortillas; una noche que cerró, fui a otro, aunque ya el olor al entrar, ufff, a podrido, daba nauseas, pero no había otro. Otro día fui a un pequeño microsúper, bueno, tiendecilla y poco podía comprar, ya que, por ahorrar peso, mi infernillo y cacharros se quedaron en Barcelona, en casa de Ignacio, pues era demasiado peso para la moto, más para ir por pistas. Poco pude comprar, algo de pan, latas de sardinas y agua de botella, con lo que, con tanto calor y el estómago un poco jodido, todo el día de diarreas, pero en fin, todo pasa.
También en camión
La gente de Mongolia es muy amable, te saludan y se interesan por ti, por tu viaje, por la moto, a veces demasiado, ya que te empiezan a tocar la moto como si fuese de ellos y a mí me crispa tanta cercanía. Que me toquen mis cosas, sobre todo los botoncitos del GPS, había veces que me cabreaba y me iba, salía huyendo de la peña; su comportamiento es así, de buena fe, es su educación, pero en exceso ya molesta, y muchas veces, muchos días, tú cansado y la peña te rodea y hasta te tocan a ti también, como si fueses un extraterrestre, igual para ellos lo eres…
No pude arreglar mi moto, así que contraté otro camión, bueno, me acoplé a uno de los que hacen la ruta desde Altai hasta Ulan Bator, la capital, juntos mi moto y un cargamento de pelo de camello. Me costó una fortuna, 300 euracos, 3 días de martirio, pero tenía que salir de allí y sacar la moto.
Torch, o algo así se llamaba el conductor, era buena gente, aunque le daba al Tinto (vodka) un poquito… Una noche me tuve que cabrear un montón con él, porque en un trozo de asfalto, rarísimo allí, antes de llegar a Ulan Bator, se picó con otro camión, de noche y lloviendo a mares. Se iban adelantando temerariamente uno al otro, con mucho peligro de estrellarnos en cualquier momento. Pasé un frío de espanto esos días en el camión, puesto que no son como los trailers europeos, que llevan calefacción. En esas duras y frías noches de desierto y gracias a mi foco de leds, pude ayudar a Torch a arreglar el camión varias veces en el trayecto, ya que se estropeaba de tanto salto, piedras y demás historias en ese duro desierto, sobre todo en lo que se refiere a manguitos de frenos y trócolas.
Llegamos a Ulan Bator, pagué un soborno a la entrada, los camiones no pueden entrar o algo así. Podía haber bajado la moto allí y empujarla, ¿pero entonces cómo llegaba al hostal? No funcionaba la dichosa moto, pues nada, a soltar más dinero, y así pude seguir y entrar. Conseguí llegar al hostel, Oasis Café, un sitio encantador, regentado por un alemán y una chica austríaca, donde me ayudaron bastante, tanto con un buen papeo como a conseguirme una nueva batería y pasar unos días intentando dejar la moto medio decente. Claro, en Mongolia no existen talleres BMW, y los que hay son sólo talleres locales; no daban con lo que le pasaba a la moto, y eso que era una tontería…
Comí como un cosaco, la comida bastante mejor. Lo cierto es que pierdes kilos por días en Mongolia y en moto; cómo recordaba una buen cocido, unas ricas lentejas, esas espectaculares tortillas de papas…. Desde allí, y con una batería de dudosa procedencia china, salí hacia Ulan Ude.
De nuevo en Rusia
Dormí en un pueblucho en la misma frontera Mongolia-Rusia, ya que llegué tarde y la frontera estaba cerrada. Pueblo muy cutre, es poco decir poblacho, pero bueno, todo no se puede prever, y a la mañana siguiente ya pasé la frontera y rumbo Ulan Ude, Rusia. Ésta es una ciudad pequeña pero que tiene de todo. Gestioné otra batería, ya mejor, ya que creía que era problema de batería. Estuve varios días allí descansando y en un medio decente hotel, por fin. Durante estos días que deambulé por allí, visité el lago Baikal, que es inmenso, las carreteras son un poco mejores, dentro de lo que cabe, y seguidamente tomé dirección Chitá, ya todo más montañoso y bonito, menos tráfico, hacia el Este.
Desde Chitá hacia Khabarovsk, la carretera es larga, son unos 2000 km, todo montañoso, como sierras suaves, y te vas encontrando de todo, algunos trozos asfaltados la mayoría, pero en todo ese recorrido, unos buenos 200 km sin asfaltar, la están terminando de hacer. Seguro que si vais ahora, ya estará bien hecha y asfaltada, creo, aunque allí todo va lento… La circulación es casi nula en esos lares, genial, quizás de los lugares que más me gustaron de Rusia, con infinidad de bosques medianos, mucha sensación de estar perdido. Khabarovsk es grande, seguí buscando e intentando arreglar la moto, pero nada, nadie sabía qué le pasaba. Estuve en un taller de motos y tampoco. Al final tuve que comprar otra batería nueva y así iba, de batería en batería, aunque lo que sí hice fue comprarme un cargador de batería ruso, y cada noche la cargaba, hacía un ruido infernal y dormía con un zumbido que escuchaba a lo lejos, y eso que la ponía en el aseo.
Conocí una peña de jóvenes agradables, que me invitaron a una barbacoa, eran estudiantes y me contaban cómo está Rusia ahora, la pobreza, la corrupción…
Tomé rumbo sur, hacia Vladivostok, mucho tráfico con carreteras de tierra y montones de baches-agujeros “negros”, ufff. Llegué cansado y además tuve mala fortuna. Estuve una semana esperando a que saliera el ferry que me llevaría a Japón, vía Corea del Sur, sale sólo una vez por semana, ojo. Tuve que hace muchas gestiones para poder pasar y llevar la moto, mucho dinero de mano en mano, pagar cosas inverosímiles, mucho soborno, mucha corrupción. Al final pude poner la moto en el ferri, no sin antes un día tener que hasta llorar de impotencia con tanta mierda burocrática y soltar más y más dinero.
Sueño cumplido
Llegué a Japón tras una inmensidad de horas, reventado y después de haber conocido a varios moteros, especialmente a Martín, un grandote camarada escocés; gracias a él, el viaje llegó a su fin, ya que si no se hubiese unido a esta ruta hacia Sendai-Japón, creo que no habría llegado jamás con la moto como iba.
Nos cambiábamos las baterías cada dos por tres. Él conducía una F 800 GS amarilla como la mía, y poco a poco fuimos subiendo, con un calor y una humedad bestiales, hasta Sendai. El país es extraño para mí, pero está muy bien, ya que todo es orden y limpieza, hasta los camiones van relucientes. Todo es muy carísimo, y muchísima gente por todas parte, algo que eso no me va demasiado, tanta peña en todos lados.
Por fin el sueño realizado, llegamos a Sendai. Es enorme, con un millón de habitantes y ya casi termina todo. Nos entrevistamos con la alcaldesa de Sendai, les entregamos unas cosas que me dio el alcalde de Coria del Río, y poco más, sueño cumplido. Tras unos días en Sendai, bajamos a Tokio, trocito de ruta solo, por la autovía, raro en mí, pero el tiempo de no trabajar de funcionario se acababa rápido.
Me despedí de Martín, tomé un avión, la moto en un contenedor rumbo a Valencia, y punto final. Aún hoy en día recuerdo aquel largo y curioso viaje, una rutilla que costó mucho sufrimiento, muchísimas horas de moto, muchos miedos y más alegrías. Los sueños son así, unas veces cuestan menos y otras muchísimo esfuerzo… “the life”.
A modo de conclusión querría mandar un abrazo y mostrar mi agradecimiento a todos los que creyeron en mí, que me patrocinaron de una manera u otra, que estuvieron apoyándome, y nada más, que muchas gracias por seguirme y que os vaya todo muy bien, espero seguir haciendo más viajes, pero ahora toca ahorrar.
No te pierdas la primera parte de la Ruta Samurái, desde Sevilla hasta llegar a Mongolia.
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