Ruta Samurái: de Sevilla a Mongolia

Salí rumbo a Coria del Río, una pequeñita población a orillas del río Guadalquivir y a pocos kiló­metros de Sevilla. Tras pasar un día en casa de mi chica en la Mancha manchega llegué a Coria, donde hubo un bonito acto de despedida. A la mañana siguiente emprendí el viaje llamado Ruta del Samurái. Este nombre se lo inventó Antonio, que al principio iba a venir al viaje y luego no pudo venir, para rememorar el antiguo viaje que habían hecho un grupo de samuráis, unos cuantos siglos atrás, y que gracias a ellos, mucha gente a día de hoy en Coria del Río posee el conocido y famo­so apellido Japón.

La historia era bonita, tenía tiempo, algo de dinero, y muchas ganas de via­jar. Tenía que atravesar Europa y Asia entera, unos 25.000 km, sin conocer muchos trozos, sin saber tan siquiera si habría o existirían carreteras en todo el recorrido, cómo estaban y qué me depararía el destino, así es la aventura. Pasé España en pocos días, paré en Madrid, luego Barcelona, visita al amigo José Codina, Ignacio Chavaleva, el pub Paddock, y ya poco a poco fui subien­do por toda Francia.

Con los días iba disfrutando del viajar, tranquilo, bastante despacio, viendo y viendo todo aquello en mi discurrir, pernoctando en hoteluchos, campings, comiendo lo que se terciaba, días de lluvia, días de viento, ruteando. Después de Francia fui a Amsterdam, bonito lugar, bohemio, mucho relax de sus gentes y muy bonitos monumentos, mucha bicicleta e interesante ciudad. Me sorprendía ver cómo casi todas las carreteras eran llanas, exceptuando el centro de Francia, sobre todo la zona de Millau, donde existe el que hasta hace poco era el puente más alto del mundo, lo demás era llanear y más llanear.

Después hacia Alemania, muy bonito país. Nunca había estado y me encantó. Todo muy en orden, mucho verde, y ver tantas bicicletas por sus carriles bicis, tan ordenado todo, agradaba, hasta incluso por las carreteras comarcales, bicis y más bicis, me impactó. Berlín me pareció muy bohemia, con mucha gente joven en las calles, les gus­ta salir a tomar algo, a hablar y charlar, me recordaba un poco a París, aunque menos refinados, y a España, cómo no. El discurrir del viaje era un poco monó­tono, ya que todo es Europa, y ello conlleva de todo en casi todos lados, con matices diferenciadores, pero en el fondo más de lo mismo. Volví a atravesar otro trozo de Alemania, pernocté unos días en Hamburgo, en casa de una amiga de un conocido. La chica, oriunda de Pakistán, muy amable, me enseñó la ciudad, que es enorme, y me llevó a varios lugares geniales, monumentos y hasta un poco por la vida nocturna de la cuidad.

Pasé a Dinamarca un día lluvioso del mes de junio, me pareció muy coqueto, pequeñito y algo caro; por una noche en cabaña para uno o dos, te calcan unos 100 euros noche, y la ducha apar­te, pero bueno, así son los viajes. Seguía todo generalmente llano, bien asfaltado, todo organizado y limpio, bonitas vistas de campos y demás.

En este país sufrí uno de los momen­tos más amargos que he pasado. Las alturas no me van mucho, será que me ha pasado de todo y te acuerdas… pues bien, ese día tenía que pasar un puente en medio de Dinamarca, no sabía si sería capaz de hacerlo, pero como el puente no se veía bien antes de entrar, me metí… en principio iba bien, ya que iba sobre el mar a unos 10-15 metros de altura, llaneando, pero cuan­do miré al frente, ufffff… observé cómo iba subiendo y subiendo y subiendo, parecía que iba por la carretera hacia el firmamento, indescriptible. Estaba en una autovía en medio de Dinamarca, no había lugar para parar ni dar la vuelta, tela, y aquello para arri­ba, para arriba… me aferré al manillar como un poseso y dije: lo que tenga que pasar, que pase. Qué miedo pasé, me abstraje como pude, no pensaba en nada, miraba al frente, notando un poco de aire late­ral, sentía que estaba altísimo, por el rabillo del ojo veía el agua del río muy, muy abajo… adrenalina pura y dura, pero todo pasa y pasó, llegué al final resoplando como un mulo mejani, qué pasada.

Paré en Copenhague, el desayuno lo hice con unos camaradas moteros ingleses, muy divertidos y agradables. Como para seguir tenía que subir a otro gigantesco puente, éste incluso mayor, que es el que une Dinamarca con Suecia, decidí que nones, que toma­ría un pequeño ferry; así que tomé direc­ción norte dentro de Dinamarca, desde Copenhaguen para localizar un puerto que tenía ferry-barcaza, que me llevaría hasta Suecia en varios minutos. Y así fui subiendo por la costa hasta llegar al pueblecito de Hansergor. El viaje iba, que no es poco, y la rutina diaria era ésa, viajar unos 400 km lar­gos casi todos los días, pernoctar en lo que encontraba y sacar fotos cuando me apetecía y veía cosas interesantes, que cada vez había más, sobre todo los paisajes.

Este viaje tuvo un defecto, mirándo­lo ahora desde el futuro, y es que fue demasiado rápido y caro en su totalidad. Quizás demasiado rápido, muchos kiló­metros en poco tiempo. Para el que lo vaya a hacer, mejor comprar una moto trail pequeña y vieja y dejarla en Japón, ya que por traer la moto te soplan más de 2.000 euracos.

Suecia me encantó, menudas bahías, bonitas a más no poder. Ya era verano, hacía calor y había muchos mosquitos. No se me olvidará el buen salmón que ponen en los garitos para papear, increí­ble. En un camping, creo fuera de Estocolmo, conocí a un tipo alemán, muy buena gente, muy hablador, como yo, ja, ja, ja, y compartí unas buenas risas con él, comiendo carne asada en su peque­ñita barbacoa. Pasee por la exquisita ciudad varios días; el solsticio de verano era por entonces. Era raro ir por las calles de esa exquisi­ta ciudad, en esa fecha tan importante, y no ver jaleo por las calles, pensaba en qué diferencia de culturas de unos luga­res a otros, lo fantástico que es viajar y todo lo que se aprende.

Para Finlandia tomé un pequeño ferry, bueno no tan pequeño, ya más caro y grande, con magníficas vistas saliendo de Suecia, con sus bahías impresionan­tes. Finlandia es parecida a Suecia, aunque quizás, grosso modo, la gente con la que contacté me pareció más seca. Estaba en un bar en Helsinki, no sabía dónde pernoctar y por mediación del destino, Internet, vi lo del Couchsourfing. Apareció un tipo en el bar que me llevó a su casa y me hospedó. Bueno, no soy muy amigo de meter­me en casas de nadie, menos sin conocer al dueño o dueña y menos con dinero en el bolsillo para quedarme en muchos otros lugares a elegir, ya que pierdes libertad de acción, creo yo, y como se suele decir, si te dan algo, tú has de responder al igual, pero no hay mal que por bien no venga, de todo se aprende algo.

Resultó ser una pareja joven, un poco tirando a bohemios y no hubo buen fee­ling, ya que a la chica se le notaba que no le molaba que hubiese alguien más en la casa, encima la limpieza estaba regular, dormí tirado en el suelo, ruidos… etc. Sí, era gratis, pero al final decidí marcharme a un camping. Lo mejor, el chico me contó algo de la historia de Helsinki y de Finlandia que estuvo genial

La idea que tenía era llegar en un día a San Pertersburgo, desde Helsinki, pero no tenía ni idea de dónde me estaba metiendo. Ya de por sí, entrar a Rusia se las trae, tienes que ir varias veces a la embajada rusa en Madrid y, tras un montón de papelajos, para mí tonterías, y con caras de malas pulgas, te dan un visado para pasar a ese país, como si fuese un enor­me favor que te hacen, cuando si vas allí es para gastarte dinero o no… pero bueno, burocracia…

Muy distinto el consulado de Mongolia en Barcelona, todo amabilidad y cor­tesía, sobre todo rapidez; ya podrían aprender los rusos de los mongoles, o es el destino. No sé para qué tanta historia, cuando Rusia está a años luz de Europa, y eso que es un magnífico país y sus gentes, aún algo kamikazes, son buena gente. Yo creo que ese país tendría que estar muy por delante, siempre me extrañó y me extraña el porqué es tan complicado entrar.

Para empezar, justo llegando a la frontera Finlandia-Rusia, me impactó la enorme línea kilométrica de camiones esperando para entrar; algunos camio­neros me decían que llevaban casi una semana esperando. Seguí y me puse al principio, pero había un tema delicado, yo llevaba un libro ATA, que sirve para importar la moto por determinados países, para que no la vendas, etc., y debería haber llevado un Carnet de Passager, más simple para los accesos, y no lo llevé porque la fianza a dar en España es mayor y a uno el dine­ro pues no le sobra. La fianza que tuve que dar por la moto, una BMW F 800GS con 2 años, fue de 2.000 euros, luego me devolverían el dinero al regresar a España.

El caso es que llegué a la frontera antes de comer y, tras miles de gestiones, serían las 3 de la madrugada y aún estaba por allí danzando, con los ojos rojos, me salían lágrimas a litros, cansa­do y amargado. Después de todos esos rollos, por fin me “soltaron”, por llamarlo de alguna manera, y a la loca Rusia entré. La bienvenida es impactante, la carre­tera era un caos para circular, ya que son onduladas, antiquísimas y malas. Por donde pasan las ruedas está hundido, lo que hace que cada vez que conduces, al girar un poco, entres en esas hondona­das, un horror, ya ni os cuento que entré de noche.

Si a todo esto le unes que conducen como kamikazes, humos a montones, vehículos muy viejos, temerarios a doquier, y si encima te puede apare­cer de todo en la calzada, como gente vendiendo, vehículos quemados, otros arreglándolos, otros estrellados, un peligro total. Y cuando te adelantan, sin comen­tarios, vamos, hasta por la derecha me pasaban a veces, por la cuneta…

Ya bien salido el sol llegué a San Petersburgo, ciudad bonita y excepcional, lástima del mal estado de sus calles y de la policía, que a la mínima te asaltan y te meten una multa; una película, el tema. El hotel donde me hospedé estaba muy bien, era de esos antiguos de la antigua Rusia, con habitaciones grandes, mucho mármol y por fuera ese carismático estilo sobrio de antaño. Cuando lo observabas desde fuera te daba la sensación de estar en la época de la guerra fría.

A partir de San Petersburgo fue ir sobreviviendo día a día al peligro que es ir conduciendo por Rusia; te pasaban rozando a toda pastilla, te sacaban de la calzada, encima en Rusia no hay casi autovías de verdad, una locura.

No se podía ir rápido, ya que la calza­da estaba hundía normalmente y hay muchísimos agujeros negros, te cargas la moto rápido, pero ellos sí que van a saco, así se cargan los vehículos y los ves arreglándolos en las carreteras. Aun así, cuando me cambiaron ruedas, más adelante, en Barnaul-El Altai, el del taller me informó que tenía las llantas de las ruedas un poco tocadas, y no me extra­ña, ya que en esta moto es uno de sus puntos débiles, por lo menos en la mía de las primeras unidades de 2008, y si le sumamos la zona de minas rusa.

A los pies de los Urales me quedé en una pensión, por decir algo... me duché en un cuartillo que daba miedo entrar, y lo de ducha, bueno… era una especie de palangana y había agua en otro lado, te ibas echando agua por lo alto con una especie de cucharón grande y largo; en fin, el agua estaba medio caliente. Impresionante lo cutre que es todo, lo básico o menos en general. Antes había pasado despacio por una aldea, justo antes de iniciar los Urales, y la gente me miraba como si fuese de otro mundo.

Me daba muy mal rollo, ya que veías niños medio harapientos, casas medio caídas, coches que aquí en España hubiesen estado en la chatarrería hace años, y bueno, mierda, basura, mugre por todos lados… me preguntaba cómo podían vivir así. Lo que sí sorprende son las risas de la mayoría de estas personas, que aun en esa vida mísera, sonríen día a día, y eso es genial, muy agradables y amistosos nor­malmente, por lo menos estaban felices.

Ahora incluso lo sigo pensando, cómo puede ser que un país tan grande y rico como es Rusia esté como está, y volvemos a lo de siempre, unos cuantos manejan el cotarro. Una vez en una bar­bacoa con unos chicos, me dijeron: “No hablemos de política”, les daba miedo. Pasé los Urales, pero antes de salir oí un ruido ensordecedor, un camión con la bocina a toda pastilla y rápido como el viento, parecía un monstruo. Observé y vi un enorme camión cir­culando sin frenos hacia abajo por la carretera y todo el mundo quitándose y dejándole pasar, así es Rusia.

El concepto de hacer kilómetros en Rusia es muy distinto al de aquí, me acordaba de Canadá, pasas un día entero haciendo cientos de kilómetros y luego miras el mapa y como si casi no te hubieras movido nada. Increíble, el mun­do es grande de verdad.

Llegué a Barnaul, lugar en el que me tenían que llegar los caros neumáticos que pedí en Moscú, unos Metzeler Tourance, aunque no muy apropiados para Mongolia, pero bueno, es lo que había. Encargué unos de tacos, los Karoo II, y me llegaron los Tourance, the life.

Esa localidad, Barnaul, ya casi ciu­dad, está muy cerca de la frontera con Mongolia, sobria como la mayoría y con bastante gente. Ubicada en la zona del Altai, que son montañas fantásticas, donde por fin la carretera no es llana y más llana, pue­des encontrar muchas curvas, aunque, ojo, es bastante caro todo, zona de veraneo de la gente más rica y pudiente de Rusia. En esta ciudad vi un poco de todo, desde un tipo haciendo caballitos con una R por la noches hasta cenar con un tipo y su madre, muy amables, sí, pero cuando de pronto a él le da un punto, sería el Vodka, saca una pistola y se pone a hacer el ganso con ella.

Con ruedas nuevas tiré hacia Mongolia, y aunque no eran tacos seguí rumbo el desierto, pero eso ya os lo cuento en el próximo capítulo de la Ruta Samurai.

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