Ruta por los Himalayas Indios (Parte II): El valle de Spiti

El valle de Spiti solo se abre al tráfico durante los meses de verano, el resto del año sus carreteras duermen bajo varios metros de nieve. La comunicación dentro del valle se hace sobre robustos pollinos por los estrechos caminos abiertos en la nieve. La población disminuye enormemente y, en realidad, nos cuesta entender cómo sobreviven las personas que habitan este valle. Lo primero antes de comenzar la última parte del viaje es conseguir los permisos que nos abrirán la barrera de entrada unos kilómetros más allá. El trámite es sencillo, esperamos con las motos antes de la barrera, presentamos los permisos y la documentación y pasaporte y, en menos de una hora, ya estábamos rodando por el majestuoso valle de Spiti.

Día a día el camino se hacía más abrupto, ya no veíamos árboles, los bosques quedaban mucho más abajo. Rozábamos los 4.000 metros y los nombres de pequeñas poblaciones como Kalpa, Nako o Tabo se me antojaban más tibetanas que indias. El budismo, con sus impresionantes estupas rematadas por pintura dorada, estaba presente en cada camino, en cada pueblo. Hallar lugares para descansar no era complicado, gracias a las indicaciones de otros viajeros, encontrábamos los mejores hostales donde pernoctar y cenar algo. La comida vegetariana y los fideos de trigo y arroz, junto con una deliciosa cerveza, hacían que retomara fuerzas para afrontar los complicados kilómetros del día siguiente. Seguíamos en pleno ascenso. Campings sobre elevados cerros, pueblos escondidos entre banderas de colores y casas blancas. Doradas puntas que advertían que el templo estaba cerca, cada vez más monjes de naranja por las poblaciones y otro tipo de turismo: el del trecking y la montaña.

El monje momia

El valle se abrió como por arte de magia y nos regaló un paisaje tan inmenso que había que girar la cabeza para poder abarcarlo todo. Una suave llovizna comenzaba a empapar la tierra, seca hasta el momento. Nos teníamos que poner en marcha antes de que fuese algo más que un pequeño aguacero. Ya tengo experiencia de lluvias en alta montaña y se pueden convertir en tormentas muy fuertes sin que uno se dé cuenta, con sus desprendimientos de roca incluidos, nada agradable para el que viaja en moto. Paramos a almorzar y resguardarnos en un pequeño pueblo de paso. En el único lugar abierto para comer, que era donde todos los viajeros se detenían.

Quise entrar en la cocina, mi curiosidad era inmensa. En esa pequeña habitación me encontré con un fuego hecho con brasas, una cacerola enorme llena de agua hirviendo y algunos cacharros más donde picaban guindillas y preparaban los vegetales. Estábamos, por fin, en el corazón de la montaña.

Escasas dos horas más tarde estábamos de nuevo sobre las motos. La lluvia había remitido, o el fuerte viento había movido esas nubes hacia otra parte del valle. Circulando por la pista de tierra, las vistas eran increíbles. Estábamos rodeados a ambos lados por picos altísimos, llenos de nieve y hielo. Entre unas montañas y otras, el gran valle, verde al fondo, con la huella que dejan los pequeños afluentes que forman el gran río que erosionó este valle. La región Himachal Pradesh, tan pegada a China, parte del Tíbet, por la que estábamos rodando, guarda varias sorpresas para nosotros.

Nos habían hablado de un templo en lo alto de un cerro. Un templo centenario que escondía un tesoro. A escasos metros con la frontera china, después de haber superado una leve subida en curva, allí estaba, Imperial, lleno de rojos, dorados y amarillos, con dragones en sus esquinas y tejados acabados en cabezas de animales. Lleno de simbología. A su lado, una pequeña caseta guardaba su más preciado tesoro: un monje momificado. Llegar a ver semejante templo, disfrutar del camino hasta ese lugar, cruzando enormes charcos y oliendo la roca mojada fue todo un acierto. El valle de Spiti nos guardaba más de una sorpresa.

El pueblo más alto del mundo

Esto es lo que rezaba el cartel que reinaba a uno de los lados del templo de Key, “El pueblo más alto del mundo con una carretera hasta su puerta” o algo así. Una pequeña población, Komic, a la que el asfalto llegaba no sin esfuerzo. Un montón de curvas que serpenteaban por la ladera, entre campos verdes y pequeñas motas marrones (que resultaron ser el ganado del lugar), un templo centenario en el que los monjes rezaban tocando desacompasadamente los tambores y los chinchines, soplando esos tubos larguísimos y ofreciendo un sonido extraño, sin armonía, pero a la vez curioso con la decadencia de un trance.

El grupo se separó, unos subimos a ver qué podíamos comer en un edificio que había frente al templo, otros entraron en la sala de rezos para acompañar a los monjes. La comida estaba clara: solo había sopa y sandwich. Hicimos un sutil almuerzo y decidimos dejar a los monjes en su trance y regresar hacia Kaza, debíamos encontrar dónde dormir y esta población estaba hasta arriba de personas dispuestas a subir por todas las laderas del precioso valle.

El lago glaciar de Chandra Taal

Tras varios días en Kaza y habiendo explorado las pequeñas poblaciones que rodeaban este arte del valle, nuestro viaje continuaba. Deberíamos llegar a lo más alto por unas pistas de roca y piedra, hasta encontrar el camino aún más estrecho y serpenteante que nos llevaría hasta un precioso lago glaciar. El camino cada vez era más empinado, el suelo estaba aún más roto. Las paredes de piedra chorreaban agua que formaba pequeños riachuelos sobre los que circulábamos.

Los picos más altos se veían más cerca y la temperatura comenzaba a bajar rápidamente. Las cinco motos, una detrás de otra, superando los obstáculos que la tierra rocosa nos ofrecía, enormes badenes, riachuelos que se inundaban y teníamos que vadear, rocas enormes y mucha nieve. Estábamos a más de 4.000 metros de altitud por un estrecho sendero con una caída de cientos de metros hacia el final del valle. El paisaje era increíble, nieve, hielo, agua.

En unas cuantas horas estábamos en el cruce de caminos. El cielo comenzó a cerrarse y el viento empezó a traer pequeños copos de nieve. Rápidamente paramos para abrigarnos, con el traje de agua por encima sería suficiente. Unos kilómetros antes de comenzar la escarpada bajada por la piedra estaba el desvío. Un pequeño y descolorido cartel así rezaba: “Chandra Taal”.

Una foto con un yak

El estrecho camino de piedras, robado a una ladera de este lado de la montaña, cada vez era más complicado. Algunos todoterreno se cruzaban con nosotros, buscando desde la distancia la parte de la pista que se hacía más ancha, para permitir el paso de un coche y una moto. Dentro del casco pensaba cómo haría si se cruzaran dos de estos Mahindras.

La nevada había remitido y en este lado de la montaña no llegaba ni el viento. Pero sí el agua. Tuvimos que pasar dos veces el vadeo de unos riachuelos formados por el paso de una catarata. Cuanto más nevaba, más caudal teníamos que superar. Fueron pasos rápidos, pero de lo que ninguno se libró fue de meter las botas enla helada agua, entre los enormes cantos rodados que hacían que nuestra rueda delantera se atascase.

Por fin lo vimos, era una pequeña ladera llena de tiendas de campaña. Aún las hogueras no chispeaban. Otras tiendas, un poco más alejadas, hacían las veces de baños. La nubes tapaban los picos de las montañas. Unos animales peludos y grandes pastaban aquí y allá: ¡eran yaks! Aparcamos las motos dentro del campamento y elegimos donde dormir, el viento era frío y fuerte. En una hora sería de noche y la carpa de la comida nos ofrecía a nosotros y el resto de los viajeros que hasta allí habíamos llegado un plato de arroz y verduras calientes. Éramos los únicos occidentales, y eso me gustaba mucho.

El lago glaciar

Pocos días quedaban para finalizar el viaje. Un viaje por los Himalayas indios en el que tres personas que habíamos dado la vuelta al mundo en solitario, Polo Arnaiz, Teo Romera (MrHicks46) y yo, un equipo llamado Motoverlander, nos uníamos para experimentar el viaje en equipo, la aventura rodeado de los que buscan lo mismo que tú. Unidos para vivir una gran aventura. Lo habíamos conseguido. Estábamos posando en equipo al lado de un lago glaciar, un agua azul como el cielo de fondo, una orilla de agua cristalina con la que lavar cara y manos, desde la que tomar la energía necesaria para bajar uno de los pasos más peligrosos de los Himalayas: el Roteng Pass.

De regreso a la civilización

Y así lo hicimos, disfrutando de la tierra bajo nuestras ruedas, arreglando un pinchazo, abrigándonos para después pasar calor, fotografiando ese suelo lleno de piedras, inundado por el deshielo entre cumbres con hielos perpetuos y templos budistas. Llegamos poco a poco a Manali, Mandri, Shimla, Chandigarh y por último Delhi, donde el calor asfixiante, la humedad y el tráfico nos daban el hola y el adiós.

Pese a haber hecho el viaje con muy diferentes motos, queda claro que todas ellas sirven para viajar, y que con cualquiera de ellas puedes prepararte para vivir una gran historia. Así ha sido un viaje hacia las cumbres nevadas de los Himalayas, absolutamente recomendado para los que amen el off-road y la pura aventura.

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