Ruta en moto por Asia; conócela de la mano de Miquel Silvestre

Ruta en moto por Asia; conócela de la mano de Miquel Silvestre

Aeropuerto de Katmandú. La moto y yo volamos con Thai Airlines a Bangkok debido a que Myanmar, la antigua Birmania, tiene en estos momentos todas sus fronteras terrestres cerradas. El salto aéreo es inevitable para todos los overlanders. Utilizo la empresa Eagle Export, situada en el barrio de Thamel, justo al lado de la famosa Khatmandu Guest House. Son buena gente y tienen mucha experiencia en esto de enviar motos a Bangkok. Saben cómo fabricar una buena caja y cómo lidiar con los procedimientos aduaneros. Por 1.200 dólares mandamos la moto en el mismo avión en el que volaré yo. Acudo con ella hasta la terminal de carga con apenas un resto de gasolina en el depósito, desmonto la rueda delantera, los retrovisores y la pantalla, desconecto los bornes y la amarramos con cinchas al palé. El carpintero sujeta los tablones con clavos. Sobre la madera escribo: “I am Atrevida”. Un toro mecánico la introduce en el espacio de aduanas; no la volveré a ver hasta Bangkok. Será éste uno de los saltos aéreos más sencillos de los que he tenido que hacer en esta vuelta al mundo.

Resuelto el empaquetado, me toca volar a mí. La sala de espera es gris, antigua, triste. A través de unos grandes ventanales se ven las montañas nevadas más allá de la pista de aterrizaje. Salimos en estampida cuando abren las puertas. Caminamos hasta la escalerilla. Subo los escalones de la escalerilla de cola y me reciben dos amables azafatas orientales vestidas con elegantes uniformes morados. Después de tanto tiempo en India y Nepal, me parece como si procedieran de otro mundo, de uno que ya había olvidado que existía, el de la limpieza y el orden. El avión me causa buena impresión. Grande, colorido. Un Airbus nuevecito. El vuelo apenas dura dos horas y cuarenta y cinco minutos. Es curioso volar a Tailandia en un trayecto tan corto.

El golpe de calor húmedo nada más salir al exterior me deja noqueado unos segundos. Tengo que coger un taxi. El conductor es un hombre maduro de unos sesenta años. Ríe sin cesar. Todo le hace gracia. No hablar inglés provoca en él una carcajada. Que yo no tenga ni idea de idioma thai casi le causa una hemorragia cerebral de la risa. Y así, entre risotada y risotada, vamos avanzando kilómetros por una asombrosa red de autopistas, puentes, pasos elevados. Es la auténtica urbe de Flash Gordon. Cuando llegamos, el taxímetro marca 250 bats.

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Me alojo en la barata Charly Guesthouse, al lado del Lumpini Park, el espacio verde más grande de la ciudad, un remanso de paz en el bullicio, un lugar donde hay gimnasios al aire libre, clases colectivas de tai chi y multitudes haciendo aerobic los fines de semana.

Dos días después recojo la moto en el aeropuerto y ya puedo recorrer la populosa capital de Tailandia. Kahosan Road es un ruidoso y molesto hervidero de turistas de la peor calaña. A su alrededor ha brotado el inevitable bosque de buscavidas, vendedores de merchandising barato y procaz. Falsificaciones, sexo barato y precios altos. Pat Pong es la calle de las putas y los clubs de alterne. Hay mucho restaurante japonés, mucho cliente japonés y mucho dinero japonés. Las chicas esperan disciplinadamente en la puerta de los garitos. Cuando ven aparecer un grupo de nipones, saltan como resortes y les enseñan catálogos plastificados con una galería terrible de rostros de muñeca embadurnados de maquillaje y Photoshop.

Pero Bangkok es más que prostitución, es sobre todo la ciudad de los mercados flotantes y la comida callejera. Por todos lados, en cualquier esquina, hay un tenderete donde venden fruta, café, dulces, bocadillos, salchichas, arroz, más fruta, más café, más dulces, más bocadillos, más salchichas y más arroz. La vida urbana orbita en torno a la comida.

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Dos viajeros

Lisa y Simon Thomas de 2ridetheworld.com también están en Bangkok. Simpáticos, amables, ingleses. Llevan diez años en este negocio de los viajes en moto por el mundo. Hacemos unas fotos y vamos a tomar algo. Aparecemos en la calle de las putas por casualidad. Entramos en un restaurante japonés. Piden la comida en tailandés. Ya han aprendido algunas palabras y frases. Tienen un oído fantástico para los idiomas y los acentos. Especialmente Simon. Imita a la perfección a los indios y sus banales preguntas sobre el precio de la moto.

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Bebemos cerveza y hablamos de la ingratitud del viaje para contarlo. Del trabajo que supone. De que nadie está totalmente esponsorizado. De que mucha gente critica porque sí y piensa que simplemente estás de vacaciones sin querer reconocer el trabajo que supone escribir, hacer vídeo y tomar fotos. Estamos de acuerdo. Esto se hace por pasión, de dinero, nada, pero a pesar de ello se intenta hacer un buen trabajo, cada vez mejor. Somos necesarios para alimentar los sueños de aventura de los que no pueden viajar.

Hablamos de las dificultades del viaje en pareja, de cómo ellos han conseguido que les funcione la aventura y el matrimonio. Lo esencial es la división de tareas. De lo pequeño y grande que es este mundillo motoviajero, de que al final nos conocemos todos, de qué estupendo es estar cómodos en un restaurante japonés de Bangkok hablando de todas estas cosas. Hablamos de que si un día empezamos a viajar fue precisamente para conseguir noches así. Para dejar de sentirnos extranjeros y para tener amigos desde hace años a los que sabes que algún día encontrarás en una ciudad tan lejana y próxima a la vez como Bangkok.

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Rumbo a Malasia

Abandono Bangkok rumbo a Malasia. Evito la populosa, turística y algo masificada costa este de la península de Tailandia y me decanto por la oeste, mucho más tranquila. La carretera es buena y aburrida. Primero cuatro carriles, luego tres y luego dos. O sea, una autopista de verdad, con buen asfalto y conductores respetuosos. Estoy de nuevo en la civilización después de tantos meses de locura y peligros rodantes en África, India y Nepal. Otra novedad, la mugre ha desaparecido por completo. Tailandia es un país limpio. No hay basura esparcida por los arcenes ni tampoco en las playas. Se me había olvidado lo que era eso.

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Prachuap Khiri Khan es una deliciosa y tranquila localidad costera a no más de 280 km de la capital. En el pueblo hay un monte con forma de cono y en la cima un templo budista. Todo el país está surtido de templos. En la base de la colina hay monos sagrados que los visitantes alimentan. La bahía es calma. Al final hay un poblado de pescadores con coloridas barcas ancladas. El horizonte se encrespa con innumerables islotes puntiagudos que se divisan azulados en la distancia. Frente al mar encuentro un hotelito. Piden 500 bats por una habitación sencilla pero limpia y cómoda. Todo lo que necesito.

Objetivo Birmania

Salgo en la moto a buscar la frontera con Birmania. Estoy en la parte más estrecha de Tailandia y hasta la linde no tengo más que 15 km. Recorrerlos me ofrece una visión del país rural y selvático, aunque selva aquí queda poca porque toda esta tierra es fértil y rica. Atravieso enormes palmerales e inmensas plantaciones de caucho. La corteza de estos árboles está rajada y por la herida supura la savia, el látex, que circula por una cánula y gotea en un cuenco. Es el oro blanco de Tailandia. Una de sus mayores riquezas. Lo que motivó la invasión japonesa durante la Segunda Guerra Mundial, único período de la historia en el que el país ha estado colonizado.

Cuando llego a la frontera me dejan pasar el primer control pero he de dejar la moto. Afortunadamente encuentro un coche, una pick-up. Subido en la caja consigo cruzar la tierra de nadie y meter la pierna entre los barrotes para pisar tierra birmana. Los militares no me dejan ir más allá, pero lo hacen todo con amabilidad. Puedo filmar y nadie es descortés o agresivo. Qué diferencia con otras muchas fronteras que he visitado. Me gusta esta gente.

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Regreso por las pistas de tierra con el sol pisándome los talones. Me detengo alguna vez para hacer tomas de vídeo. Mis ojos son los de un cazador. Detectan el lugar adecuado para el disparo o la filmación. Esta actitud no diluye la emoción del viaje. Me gusta viajar como narrador profesional. Viajar para contarlo. Ser fotógrafo, escritor, camarógrafo y locutor de documentales hace que sea un viaje extraordinario. Es lo que construye mi emoción y lo que me permite pasar los días solo sin sentirme solo.

Un buen hombre

La arena de la playa está dura. La marea ha bajado y tengo varios metros de anchura y kilómetros de largo. Las islas están al fondo con sus cimas puntiagudas. El sol se pone, alguna tenue nube se viste de rosa. Recorro la orilla como en éxtasis. Pero salir es siempre más difícil que entrar. El talud es de al menos medio metro de alto. La moto encalla. Quito las maletas y forcejeo. Lo intento una y otra vez, pero soy incapaz. Es noche cerrada. Los mosquitos revolotean en manada a mi alrededor, atraídos por la luz del faro y mi dulce sudor, que brota a chorros por el esfuerzo.

Salgo a la carretera. Necesito ayuda. Un hombre camina por el arcén. Un tipo delgado y bajito como casi todos aquí. Le pido auxilio. Señalo la moto. Se acerca. Lo miro con algo de escepticismo. Es mucha BMW para un fulano tan enclenque. Al lado de la moto, arranco y meto segunda. Suelto el embrague poco a poco mientras empujo. Él hace lo propio desde atrás. El bicho avanza. Mi pequeño amigo tiene la fuerza de un coloso. Siempre ocurre igual, estos hombres delgados y fibrosos que han trabajado toda su vida son titanes. Es gente real, hecha de músculo y fibra, de hambre, trabajo y privaciones.

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Cuando sacamos la moto a flote, ofrezco pagarle algo. Niega con grandes gestos, como si eso lo ofendiera. Sé que no es así. Sé que no iba a aceptarlo, pero sé también que los dos entendemos que es mi modo de manifestar agradecimiento. Cuando él rechaza el dinero yo hago un visible gesto de gratitud, él sonríe feliz de haberme echado un cable y yo de haber encontrado otro buen tipo en mi camino. No sé él, pero cuando me alejo yo lo hago con el corazón henchido de una renovada fe en la humanidad, en el mundo y en lo que de él veo desde el sillín de mi moto. El planeta Tierra es un lugar estupendo y sus habitantes son maravillosos en su gran mayoría. Sí, pienso mirando las estrellas, hoy ha sido otro gran día. 

Por Miquel Silvestre

Ruta publicada en la revista Solo Moto nº1892

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