Ruta de la Seda (1ª parte): Una moto en un mar perdido

Ruta de la Seda (1ª parte): Una moto en un mar perdido

Fue uno de los mayores desastres ecológicos causados por la mano del hombre, en concreto por la mano de la antigua Unión Soviética y sus plantaciones de algodón, el oro blanco, que desviando los ríos Amu Daria y Sir Daria para regarlas, terminaría secando al mar de Aral y convirtiendo la zona en desértica, sometida a fuertes tormentas de arena, polvo y ántrax que hace que sus habitantes, los pocos que quedan, sufran graves enfermedades respiratorias.

Como en viajes anteriores, se hace necesario atravesar Italia, Grecia y Turquía, la eterna Turquía, para adentrarse en Georgia y Azerbaiyán. Cruzo estos países rápidamente, ya los conozco.

El objetivo es ganar tiempo para recorrer la zona uzbeka y kazaja del mar de Aral, así como las principales ciudades de la Ruta de la Seda.

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Estamos en pleno corazón de la misma. Pero viajar en moto es una película cuyo guion se escribe día a día, así que se fueron sucediendo un montón de historias alegres, tristes, de agotamiento, estresantes y un sinfín de ellas que hacen cada viaje único. Dos personas pasando por el mismo lugar lo vivirán de diferente forma. ¡Es la grandeza y la riqueza del viaje!

Paso la noche en Batumi (Georgia), frontera con Turquía. Bajo una incesante lluvia y una máxima de 8 grados atravieso el país con la intención de dormir en la villa olímpica que hay tras la frontera de Azerbaiyán, a unos 70 km. Esta vez voy por una carretera de montaña que al final se complicó bastante por haber muchos tramos cortados.

Llego tarde y cansada a la frontera. No presto atención a que llevo la bandera armenia en la moto, ni me acuerdo, estoy agotada. Guardo cola tras un coche de alta gama y destartalado que hay delante de mí. Cuando llega mi turno, en la ventanilla de inmigración, empiezo a escuchar voces. Un militar con una navaja golpea mi maleta.

¡Me doy cuenta rápidamente de lo que está sucediendo! “Big problema, big problema”, me grita una cara endiablada. Intento hacer que no sé de qué va todo aquello, pero me hace ir hasta allí para señalar con desprecio una bandera, la de Armenia. ¡Soy tan solo una viajera, no entiendo nada más!, le dije, pero con aquella navaja la rayaba, ¡Me puse sería e hice un gesto de basta ya con la mano!

Me llevaron a una pequeña garita y vino un jefe con muchas estrellas. Gritaba y gritaba en azarí. Revisando encuentran los sellos de Armenia del año anterior. No me dejaban entrar en el país y ya empezaba a trazar un plan B.

Nuevamente me conducen a la moto y les digo que si el problema era esa pegatina, la quitaba. Tiré de ella y se la día a un militar, que rápidamente me indicó que la de la otra maleta también. Las cogió, arrugó entre sus manos, tiró al suelo y pisoteó para terminar con ellas en el cubo de la basura. Y así, de esta manera, tras más de dos horas en la frontera, pude finalmente entrar en el país.

Una ruta muy dura

“Maybe tomorrow”. Esa era la respuesta que recibí durante tres días en el puerto de Alat, al sur de Bakú (Azerbaiyán). Tras comprar el billete, te explican que no saben con certeza cuándo llega el barco. Al parecer, el mar Caspio es muy traicionero y tan pronto está en calma como una fuerte tormenta pone en peligro a los navegantes, ¡eso me dijeron!

Después de 3 días y 10 horas, consigo embarcar en un carguero, que estaba literalmente para el desguace, pero allí viajaban cientos de camiones para Kazajistán, al puerto de Aktau.

Casi dos días de travesía. Cuando llegamos al puerto, era de noche. Subieron un montón de militares kazajos que nos hicieron ponernos a todos en fila para revisar nuestro equipaje. Eso y un enorme pastor alemán, que lejos de la “sutileza” de los perros policía que conocemos, olisqueaba y desperdigaba todo.

Se subía a las personas ante la atenta mirada de estos militares que nos hicieron bajar del barco por una escalerilla y volvernos a poner en fila para registrarnos otra vez con los perros. En una pequeña furgoneta, nos trasladaban en grupos de 12 hasta la oficina de inmigración alejada de la zona y a la que tuvimos que volver caminando. Una vez la moto fuera, otro registro, sacar todo de las maletas y nuevamente el perro. Si al puerto llegamos a las 23.00 h, cuando llegué al hotel eran la 06.30 h de la mañana.

Me lo habían dicho, era una carretera muy dura. Conocía experiencias de otros viajeros que literalmente, terminaron con los tornillos en la mano. Imagino, que me había mentalizado tanto de la dureza, que al final, aunque lo fue y mucho, sentí que no era para tanto.

Beyneu, Nukus, dos ciudades con una frontera en medio de la nada entre Kazajistán y Uzbekistán. Más de 500 km, sin gasolineras, sin nada. Solo desierto, el de Kyzyl Kum, cambiante y que, cuando lo atravesé, tenía unos impresionantes bancos de arena que pusieron a prueba a la moto y a mí. Los primeros 167 kilómetros son fuertes, después, hasta completar los 550 totales, la cosa se suaviza un poco, pero la carretera está tan rota que la moto va saltando constantemente con esa sensación de que se rompe, entre camellos y caballos salvajes que te vas encontrando.

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La frontera entre Kazajistán y Uzbekistán es, digamos, muy peculiar. Te hacen atravesar un enorme charco de agua antes de entrar en la parte kazaja, y esto es en todas las fronteras así, como comprobaría más tarde.

Llego cubierta de polvo, una enorme caravana de coches cargados hasta casi no verse están delante de mí. Bajo de mi moto y me acerco a preguntar a un militar que está a lo lejos. Enseguida, como ocurre siempre, mi moto desaparece rodeada de un montón de hombres que la tocan, miran y remiran. El militar me indica que me acerque con la moto. Entre todos aquellos coches atravesados por aquí y por allí, llego y empieza el papeleo y el típico “Madrid o Barcelona”. La cosa pinta bien, y va todo de una forma sorprendentemente ágil para todo aquel caos que habían montado en mitad del desierto.

Muchos viajeros me comentaron que suelen hacer el tramo en dos días, pero decido quitármelo de encima lo antes posible y, tras vaciar los 11 litros de gasolina extra que llevaba en las garrafas, llego ya de noche a Nukus, donde duermo.

Cementerio de barcos

La señal de la era soviética todavía da la bienvenida a la gente en esta parte uzbeka del mar de Aral, con un pez que simboliza lo que en su día fue la riqueza de aquella zona; un importante puerto pesquero convertido hoy en cementerio de barcos.

Lo había visto muchas veces en fotografías y vídeos, pero aun así impresiona ver aquellos barcos oxidados en medio de un desierto que fue fondo marino. Decenas de miles de personas vivían antes allí, con importantes industrias conserveras. No solo la ciudad murió, sino muchos de sus vecinos, debido a enfermedades en los pulmones por el polvo, contaminación de fertilizantes y lo que allí in situ descubrí en la parte kazaja, el ántrax.

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Aparqué mi moto y me senté junto a ella, observando aquella desoladora imagen y a algún turista bromeando cual pirata subido en los barcos abandonados. Un niño en bicicleta se acercó a mí, supongo que atraído por la moto, pero en cuanto vio mi cámara entre las manos, me gritó: “Turist no, photo no”. Y no me extraña; era su forma de vida y ahora para algunos era un atractivo turístico. Hasta gente de fuera ha montado allí una especie de restaurante para quienes visitan el cementerio de barcos.

Intenté hablar con la poca gente que queda en Moynaq, pero no hubo forma, se dan la vuelta, no quieren saber nada. Si te paras a hacer una foto, enseguida se esconden.

Localicé una antigua fábrica de conservas en mitad de unas calles desérticas y al fondo había una señora que rápidamente se metió en su casa.

Es triste y desoladora la imagen. Ante mí, una importante y próspera ciudad de Uzbekistán que ha quedado reducida a polvo. Aquel desierto con barcos varados aquí y allí hace que nadie hubiese imaginado un guion tan dantesco.

A las afueras, algunas comunidades científicas han trabajado para recuperar la zona, pero francamente creo que nada se puede hacer ya. Al menos, han conseguido que pueda haber vida en las piscinas que hay rodeando la ciudad y sus gentes puedan pescar en ellas.

Me voy de allí, con esa mezcla de sentimientos de alegría por haber llegado con mi moto y de pena por ver lo que la mano del hombre es capaz de hacer.

Queda todavía la parte de Kazajistán de este mar, este mar perdido, así que continúo ruta y aprovecho para visitar las principales ciudades de la Ruta de la Seda.

En el corazón de la Ruta de la Seda

Giva-Khiva, la ciudad de las mil y una noches. Preciosa ciudad por la que paseé a diferentes horas del día y de la noche. Esa ciudad que esconde la triste historia de haber sido uno de los principales mercados de esclavos hasta 1865. Se dice que las murallas de su ciudad fueron construidas en tan solo 30 días por multitud de presos.

Pero si algo destaca de Giva, es su enorme cilindro Katal Minor, cubierto con dibujos en azulejo que se sitúa entre madrasas. Minarete inacabado y que te deja con la boca abierta. Cientos de turistas entre sus calles y más de 200 monumentos que visitar. Es una ciudad como las que podríamos ver en Afganistán o en Irán; de hecho a mí me recordaba constantemente a este último país que recorrí en moto en 2016, solo que debido a la sovietización y con ello prohibición de las religiones, desde sus minaretes no hay llamadas a la oración y dentro de sus mezquitas y madrasas hay mercados. Me pregunto una y otra vez qué pensarán los vecinos de estos países tan estrictos con su religión.

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Me voy a un mercado local con un chófer que se dedica al turismo a comprar unas tarjetas para mi cámara, que por algún motivo no funcionan, y aprovecho para cambiar dinero en el mercado negro, algo prohibido en estos países. Compré música uzbeka y aquel hombre y yo atravesamos la ciudad sonrientes, con las ventanillas bajadas y el volumen bien alto.

Reconozco que al principio me costó mucho coger confianza. Quizás la apariencia de sus gentes. Pero ha llegado ese momento mágico en el que llamas tú la atención y entonces eres el motivo de las miradas. Paseo tranquilamente entre la gente que me para hacerse fotos conmigo.

Dejo esta ciudad tras visitar minaretes, madrasas, paseos entre sus calles, para continuar ruta hacia Buhara.

Las carreteras en Uzbekistán están rotas, ¡no hay socavones, hay pozos! en la carretera y tienes que ir buscando el menos profundo. En uno de estos y sin posibilidad de esquivarlo por un camión, enseguida me di cuenta. ¡He pinchado, pensé!, sin mirar, abrí mi maleta y saqué el kit de pinchazos para ponerme manos a la obra, pero la cosa era más grave, la llanta estaba rota.

Arrastro la moto hacia un tendejón que había visto al pasar. Me parecía buen sitio para buscar soluciones. Un chico que se presentó como Hasmin me ayudó en el último tramo. El hombre metió aire en mi rueda pero nada, y con un martillo se lió a golpes para enderezar la llanta, pero el problema era grave, y no había forma. Necesitaba encontrar a alguien que soldara aquello y estábamos a unos 40 km de Buhara, unas dos horas en coche. No me entendían, nadie habla inglés en aquella zona, así que terminé dibujando un camión en una libreta.

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En la ciudad no encontrábamos a nadie, hasta que di con un taller y un chico que me soldó aquella llanta, que no volvió a perder aire y gracias a él terminé mi viaje.

El día tenía que terminar bien y, a pesar de que entré en Buhara de noche, el hotel que encontré estaba en el mismo corazón y, para rematar, un grupo de españoles que me reconoció vino a las puertas del hotel a saludarme. Ahora tocaba llegar a Samarcanda.

Continuará...

Galería

Texto y fotos: María Elsi

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