Renaciendo en el Valle de la Muerte

Despierto en la tienda de campaña. Me rodea la inmensidad asolada y reseca del Death Valley en California, el lugar más seco, caliente y profundo de Norteamérica. Su punto más hondo, el Badwater Basin, está a 86 metros por debajo del nivel del mar. El aire calentado por el sol no sube debido a la mayor presión atmosférica. Eso hace que se alcancen temperaturas de más de 50 grados. Pero el ambiente es glacial por la noche. Salgo al frío exterior mientras está amaneciendo y me parece contemplar el nacimiento del mundo. Según el sol va cubriendo el páramo y apartando las sombras sobre las montañas peladas, siento que soy un invitado al Génesis.

Arranco la moto y me dirijo al Racetrack Playa, un lago estacional seco en el que sucede un fenómeno paranormal. No es fácil verlo. Para llegar hay que recorrer unos 100 kilómetros por una pista sin asfaltar que va ascendiendo abruptamente por unos parajes hermosos y desolados. Pero la máxima belleza de este cruel desierto la ofrecen las colinas, de un vivo tono grisáceo, verdoso, dorado o blanco según el mineral que prevalezca que refulge con el sol.

Llego a una meseta poblada de árboles de Josué, o Joshua Trees, una rara especie que solo vive en el desierto del Mojave, con un tronco leñoso del que brotan en la parte superior unas ramas retorcidas que a veces semejan brazos humanos que clamaran a un cielo azul cobalto. En el camino aparece un cruce de caminos con una señal de la que cuelgan teteras. Es la Teakettle Junction, lugar de parada obligada para los amantes del 4x4 que hacen la pista. Unos se dirigen a la Racetrack playa y otros a una mina de oro abandonada.

Poco después aparece la mancha amarilla y plana del Racetrack Playa. El suelo está cuarteado en pequeñas losetas octogonales por la sequía. Pero es liso y suave. Voy a buscar una sliding rock. Doy con una en la orilla del lago. Es una piedra de considerables dimensiones que ha dejado un profundo surco tras de sí. Este es el fenómeno paranormal. Las piedras de este lago seco se deslizan y nadie sabe por qué, tampoco nadie las ha visto moverse, pero como dijo Galileo después de retractarse de su herética tesis heliocéntrica en la que la Tierra no era el centro del universo: se mueven.

Dejo el parque y entro en el estado de Nevada, en la pequeña población de Beatty, donde encuentro un motel y una gasolinera con más máquinas tragaperras que surtidores. Al amanecer compruebo que el paisaje que me rodea es maravilloso. Desierto y montañas. El cielo está límpido y el viento es glacial. Al salir del pueblo, se extiende una de esas carreteras norteamerica¬nas de película. Una estrecha recta interminable que se hiende en el horizonte montañoso. Imposible no hacer la foto. Voy a dar una vuelta hasta un cercano pueblo fantasma llamado Rhiolite, nacido al fulgor de la fiebre del oro, y que hoy no es más que una turística ruina. Estas antiguas poblaciones mineras actualmente abandonadas me sirven como ejemplo que contraponer a las misiones franciscanas.

La exploración de California fue hecha por misioneros y soldados de Carlos III. No buscaban oro, sino extender un credo en el que creían entre los nativos y vincularlos a un sistema productivo urbano en una franja costera fértil a la que solo se podía llegar por mar, salvo algunas incursiones a través del de¬sierto, como la realizada por el capitán Juan Bautista de Anza, el franciscano Garcés o el comerciante Antonio Armijos. Pero la explosión demográfica de California se produjo con la Gold Rush, la fiebre del oro, que provocó una auténtica estampida humana a través de los viejos caminos españoles y que incluso fue la causante de que se buscara un canal a través del istmo de Panamá. Pero cuando el oro se agotó, las poblaciones mineras quedaron reducidas a la nada, mientras que las misiones siguen espléndidas y alrededor de la mayoría de ellas han nacido vivos núcleos urbanos.

Me reciben una serie de laberínticos nudos de autopista antes de llegar a Las Vegas Boulevard y toda su desbordante luminosidad de feria hortera. El enorme exceso en el hedonismo más simplón. Anuncios de prostitutas, alcohol y espectáculos. Las calles llenas de gente de todo tipo, condición y origen, desde jubilados neoyorquinos hasta camellos negros, pasando por todas las categorías de turistas internacionales. Las Vegas es un parque de atracciones para adultos y sobre todo un gigantesco negocio en el que se permiten los descafeinados desmadres a la americana.

Estoy tan cansado y el ambiente es tan chillón e irritante, que ceno un par de cervezas en el mismo cuarto del motel y me acuesto a las diez. Mi primera y única noche en Las Vegas y me duermo como un niño en su cunita, ajeno a los mil pecados de baratillo que se despachan al por mayor en la ciudad más ridículamente pervertida de la Unión. Los norteamericanos olvidan aquí por un par de noches su doble moral y se sumergen un pozo de lujuria, licor y apuestas tan superficial como inofensivo. Todo lo olvidan con la resaca gracias a ese eslogan de “What happens in Las Vegas, stay in Las Vegas”. Pues por mí, me digo con un bostezo antes de quedarme dormido, todos sus vicios y derroches se pueden quedar donde están.

Despierto al amanecer. El espejo matutino muestra una imagen terrible. A las siete de la mañana en la calle no hay más que vagabundos durmiendo en el suelo y enfermos mentales. Esperaba encontrar noctámbulos borrachos, como ocurre cualquier fin de semana en Madrid, pero no los vi. Los americanos de bien, aun bebidos, se van pronto a dormir. Pero los tarados y los sin techo no tienen donde ir.

Los casinos ya están abiertos. Pero los casinos no son glamorosos. Sus clientes son jubilados, trabajadores, pobre gente deslumbrada por lo que les está prohibido en el resto del país.

Monto en la moto y me dirijo al sur de Las Vegas Boulevard, en el downtown. Allí se concentran la mayoría de capillas, que aparecen pintadas de cursis colores. Rosas, fucsias, blancos… muchos corazones y mucho love para romantizar otro de los rentables negocios de Nevada: el casamiento fácil y barato.

Entro en una de las wedding chappel. Unos recién casados cuentan su experiencia. Parecen gente normal, no demasiado espabilada y desde luego nada frikis a lo Elvis. Les acompañan los testigos de su boda, que son la pareja que se casó antes. Los acaban de conocer. Es una cadena de enlaces nupciales.

-¿Por qué casarse en Las Vegas?

-Es rápido. Ayer fuimos a la oficina del juzgado. Está abierta hasta las 12 de la noche. Rellenamos un formulario, entregamos nuestros carnets de conducir y números de la seguridad social y hoy estamos casados. El resto del proce¬dimiento se rellena on line. Aquí no hay tiempo de espera ni test sanguíneo como en otros estados.

-¿Cuánto os ha costado?

Menos de doscientos dólares con fotos incluidas y el servicio del ministro.

Unos cientos de millas más al este contemplo el amanecer detrás de un cartel de la R66. Cobertizos abandonados, coches de los 50, casas de madera, campos amarillos, paisanos con sombrero de ala ancha, un bar del que salen pálidos espectros. Esta es la América profunda.

El villorrio se llama Selligman y vive de la mitología de la Ruta 66. Todos los negocios locales, ya sean moteles, cafeterías o tiendas se adornan con el logotipo de la ruta histórica. El pueblo tiene un bar llamado Black Cat, frecuentado por delincuentes juveniles y cowboys de ranchera destartalada.

La Ruta 66 está considerada la madre de las modernas carreteras de Estados Unidos. Nació en 1926 para unir Chicago con la ciudad de Santa Mónica, ya un suburbio de Los Ángeles, a lo largo de ocho estados y 4.000 kilómetros. Dicen que fue el primer camino estable para llegar a California desde el interior de Estados Unidos, pero es falso: esa ruta se abrió en el siglo XVIII por españoles. Se la llamó The Old Spanish Trail, el viejo Camino Español.

Y en cuanto a que la 66 sea la madre de las carreteras, es también falso. Lo es el Camino Real de Tierra Adentro, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Abierto en 1598 por Juan de Oñate para la conquista de los territorios del norte de la Nueva España, recorre 1.600 millas, desde Ciudad de México hasta Santa Fe, en Nuevo México. Desde entonces, cada año se organizaba una caravana de carretas que tardaba seis meses en realizar el viaje de ida y seis de vuelta. A lo largo del camino se fundaron las misiones que darían lugar a pueblos como Albuquerque, Las Cruces o El Paso. Esa sí es la ruta más antigua en Estados Unidos.

Pero la Ruta 66 se hizo mundialmente famosa por una canción blues y una serie de televisión y nadie se acordó de la ruta española ni de su nombre. La R66 desapareció como tal carretera en 1985 cuando se estableció un nuevo sistema de autopistas interestatales como la 10, que va desde Florida hasta California. De la 66 solo queda el rentable recuerdo y el merchandising, porque su trazado se ha truncado en numerosos puntos; sin embargo, sigue manteniendo su atractivo legendario y todas las poblaciones por las que pasó le sacan partido con un enorme surtido de souvenirs.

Al fin y al cabo, estamos en América: Buy or Die. Compra o muérete.

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