Rabasa: Siempre sabe mal la muerte de una fábrica pero no hay industrias eternas

A apenas veinte kilómetros de Barcelona, entre Mollet del Vallès y Martorelles, quedan algunos restos en forma de ruinas, muros derruidos, grafitis, chimeneas que nunca más humearán. Descampados donde estuvieron algunas de las fábricas que formaron parte del tejido industrial de Cataluña. Tras cruzar el puente de la vía del tren, las instalaciones de Derbi Nacional Motor siguen en pie, pero en su interior no queda nada. El grupo Piaggio fue quien adquirió Derbi en el año 2000. Trece años más tarde cerró definitivamente y se fabricó la última moto, una Derbi Senda. Adiós a 90 años de historia. Piaggio conserva la propiedad del edificio princi­pal, donde todavía, ahora más lentamente, el panel luminoso de Derbi se mueve como si se resistiera a detenerse definitiva­mente, al igual que se apagó un rayo láser que en la noche se divisaba desde la autopista AP-7.

En el callejón de lo que fue la entrada principal hay un puerta con el rótulo “Grupo Rabasa” y en su interior sí que hay vida. Es el centro de operaciones de la familia Rabasa, donde gestionan diferentes empresas que nada tiene que ver con las motos, con las Derbi que formaron parte de la historia de la automoción de nuestro país. Allí tiene su despacho Andreu Rabasa i Negra, hijo del funda­dor de la marca, Simeó Rabasa Singla.

Don Andreu Rabasa, que no me permite que le llame de usted, tiene 84 años y una gran vitalidad. Fue el alma máter de Derbi primero como ingeniero y después como presidente de la empresa.

Acude cada día desde Gavà hasta Martorelles, donde le espera Àngels, su secretaria desde hace más de 50 años, y sus hijos, que trabajan en el mismo edificio. Me recibe con una sonrisa. Su despacho es amplio, con una enorme bola del mundo y un montón de recuerdos colgados en la pared. Desde una foto de la Creu de Sant Jordi, una de las más im­portantes condecoraciones de la Generalitat de Catalunya de la época de Jordi Pujol, hasta un busto de don Simeó, fotos de motos, recuerdos, diplomas, cuadros, copas y un título de piloto de avión expedido por el Aeroclub de Sabadell fechado en 1960. Y es que a don Andreu siempre le gustó volar alto. Su trayectoria profesional transcurrió en la fábrica que ahora permanece en silencio y desde allí se proyectó al mundo.

Esto no es una entrevista al uso, sino reflexiones, recuerdos, historias, puntos de vista de un hombre que, entre otras mu­chas cosas, fue capaz de ganar 18 Campeonatos del Mundo de Motociclismo con las inigualables balas rojas, fabricar motos para un amplísimo sector de público, inventarse un arranque eléctrico sin bate­ría, hacer motos eléctricas para el servicio de correos de Suiza o una bicilíndrica cuando en nuestro país sólo éramos capaces de hacer de un único cilindro.

Con don Andreu charlamos sobre el pasado, el presente y el futuro. Saltamos de un tema a otro de forma desordenada, pero os aseguro que valió la pena. “De nuestra industria no queda nada –dice sin lamentarse–. La industria es como la vida, nace, se trabaja, vive y mue­re. Es muy difícil competir con lo que denominamos ‘otros mundos’, que en realidad no lo son. Te voy a explicar algo. En el baño de casa tenía un reloj de 25 cm de diámetro que después de 10 años se paró. Le dije a mi mujer que me buscara uno igual de grande, analógico, de los que marcan los segundos. Al día siguiente ya tenía mi reloj, pero el segunde­ro hacía mucho ruido. Le dije a mi mujer que no nos dejaría dormir y que buscáramos otro. ¿Sabes lo que nos costó? Un euro con noventa céntimos. ¿A qué se puede aspirar con este precio? Con las motos pasa lo mismo. En Hong Kong venden motos eléctricas por 100 euros, y estos países son los que han acabado con la industria europea que debería de ser alta tecnología”. Me lo explica resignado pero sin rencor. Simplemente en un momento dado tiró la toalla.

Prosigue: “Hace cincuenta años, en los años 60, yo tenía cuatro hijos, ahora tengo cinco. Vivía en Mollet, no pagaba piso porque era de mi padre. Tenía un Alfa Romeo, dos chicas de servicio y viajaba por todo el mundo. Como ingeniero en Derbi ocupaba el cargo de ‘jefe de oficina técnica’. ¿Sabes cuánto cobraba?, 18 euros al mes, unas 3.000 pesetas de entonces. Lo de hoy no tiene sentido”.

Derbi formó parte de la historia de la motorización de nuestro país, y modelos como la Antorcha de los años sesenta repre­sentaron para miles de usuarios algo que va más allá de dos ruedas y un motor, porque aquella pequeña monocilíndrica hizo posible la movilidad imprescindible para trabajar, vivir, disfrutar, viajar, soñar...

“Seat fue creada para hacer tanquetas cuando una Derbi Antorcha costaba 10.500 pesetas y la fabricamos y evolu­cionamos durante quince años. Nosotros queríamos hacer un coche pequeño y nos dieron la licencia con la condición de que el Estado se quedaba un 50 % y el director tenía que ser un general. Nosotros y otros como Ossa o Monte­sa éramos empresas familiares. Otros como los de Vespa hicieron trampas importando el Vespino y adaptándolo, que es lo que hizo Seat con el famoso 600, que salió de un Fiat. No hicieron como otros empresarios que teníamos nuestro propio producto. En el caso del Vespino hicieron algo parecido a 10.900 ptas. La Antorcha costaba 10.500 con nuestro propio esfuerzo. La industria de la moto en España, a excepción de Piaggio, tenía nombres propios y apellidos. Cuando el grupo Piaggio se quedó con Derbi, recuerda, vino un director general de buena familia que ahora está en Tailandia. Allí los trabajadores cobran 100 dólares al año y a la empresa les cuesta 100 euros. Es un desfase, que con gastos sale a 140 dólares... ¡yo cobraba 18 euros! No vale la pena luchar”. 

Había que marcar la diferencia y, junto con una figura fun­damental en la historia de Derbi, Paco Tombas, se fueron al Campeonato del Mundo de Velocidad con Ángel Nieto a fina­les de los años sesenta: “A Nieto lo trajo Tombas después de verlo en una carrera en Barcelona: ‘este chico parece valien­te’ –me dijo–. Un día Ángel vino a fábrica y le pregunté: ‘¿Tú qué quieres ser?’. ‘Campeón del mundo’, me contestó. Lo acompañé al Departamento de Carreras y le di una escoba: ‘ya puedes empezar’, le dije. Es como de la familia”.

En 1969 llegó el primer Campeonato del Mundo: “Queríamos darle una categoría a nuestro producto y fuimos campeones del mundo con Ángel Nieto. Aquello fue un esfuerzo increíble por parte de toda la fábrica. El mismo personal que hacía los cárteres para las motos de calle, hacía los de carreras. Los cigüeñales, los cambios, los montaba el mismo personal de la cadena de montaje. ¿Por qué ganábamos? Pues no porque fuéramos más sabios, sino porque en el misma temporada éramos capaces de hacer cambios importantes, de evolucio­nar lo que otros tardaban un año”. La magia de Tombas y una sorprendente capacidad de reacción... “El problema es que a veces casi no teníamos tiempo de dedicarnos a la producción, pero nos gana­mos un nombre y prestigio”. Aquella primera bala roja con un pequeño adhesivo de Rep­sol –“nos pagaban el aceite”– fue el principio de una larga historia de éxitos deportivos. “Estuvimos en los Grandes Premios entre 1969 y 1975, luego vino una segunda época con Aspar”.

A finales de los 70 llegaron dos motos muy significativas: el Variant, un ciclomotor automático que posteriormente incor­poró arranque eléctrico, y la Derbi 2002, una bicilíndrica de carretera de 190 c.c. que no llegó a tener el éxito deseado.

La Variant fue todo un fenómeno cuyo primer boceto dibujó don Andreu en la nieve en una jornada de esquí. “El siste­ma de punto muerto es el mismo que ahora lleva una bici eléctrica de Piaggio”, me dice con una sonrisa. Un modelo de Variant incorporó un sistema de arranque eléctrico, el famoso botón rojo, inspirado en tecnología de la NASA, con quien don Andreu se relacionó directamente, y así lo atestiguan documentos donde se reflejan estudios sobre energías de masas cinéticas, acumuladores de níquel-cadmio y una serie de principios que la NASA utilizó en los años 70 para poner en órbita y circular por la luna con un vehículo eléctrico. El famoso Botón Rojo Spacetronic, una clara visión de futuro por parte Derbi...

“El problema era de las baterías. Nosotros ya hicimos las 2002 y llevaban una batería muy grande, de 20 x 20 cm. Un ciclomotor con arranque eléctrico y una batería así de grande no podía ser. Siempre fuimos aficionados a la aeronáutica. La NASA hacía los primeros cohetes y estudiamos cómo funcionaban. Hicimos un pe­queño volante de inercia con unas mordazas que se abrían, tocabas el botón y se disparaba y arrancaba. No hizo falta la clásica y pesada batería ni un magneto, pero lo que sí pasaba era que si usabas muchas veces el arranque y no circulabas, luego no funcionaba”.

Otro de los modelos que podríamos denominar revolucio­nario fue el Star DS 50, un scooter automático de 50 c.c. cuyo concepto sigue vigente... “Aprovechamos el motor del Variant, que era coaxial, es decir que el motor estaba fijo y el basculante giraba en el mismo eje que la cadena. El motor no se movía como en las antiguas Guzzi o el Vespino. La discusión vino sobre si hacíamos la carrocería de plástico o metálica, y la hicimos de chapa”.

Si nos referimos al modelo del que se siente más orgulloso, vuelve a recordar la Derbi Antorcha. “El chasis lo hizo mi padre partiendo de un palier de un motocarro. Anteriormente habíamos hecho una 250 que tenía, como todas en los años 50, el cambio en la mano. Pero para la Antorcha consegui­mos un cambio en el pie. Hici­mos un selector partiendo de unas fotocopias que amplia­mos a diez veces su tamaño real y fabricamos un selector de cambio de madera. A partir de ahí lo pasamos a tamaño real. Fue la primera moto pequeña con el cambio en el pie”.

Nuestra industria fabricó y compitió con buenas motos monocilíndricas, pero a excepción de la exótica Ossa Yankee, nadie se atrevió con un bicilíndrico hasta que Derbi hizo la 2002, que entre otras cosas incorporó el primer indicador de la marcha engranada digital en el cuadro de instrumentos. Una moto que no tuvo éxito.

“Quisimos dar un paso adelante, siempre adelante. La fabricamos en la nave donde hacíamos antes las bicicletas y éstas las llevamos a Can Prat, muy cerca de fábrica. Al hacer las 2002 decidimos no mezclar las motos pequeñas con éstas, que eran más sofisticadas. Hicimos pocas, unas 100 al mes, sin parar la producción de los ciclomotores, de los que salía uno cada minuto”.

También Derbi pasó por el mundo del off-road, pero, pese a éxitos puntuales, no se dedicaron al mundo del polvo y el barro con demasiada insistencia. “El primer piloto que tu­vimos fue Pedro Pi y lo enviamos a Francia a aprender antes de irse a Montesa. Más tarde estuvimos con Elías, pero la moto de off-road no nos interesó mucho porque ya teníamos bastante con lo nuestro. Con un piloto que se llamaba Rafael Olmedo recuerdo que hicimos una carrera del Mundial en Luxemburgo, donde duró dos vueltas antes de caerse. Al día siguiente, en el viaje de vuelta, tuvimos que sacar la nieve de la pista del aeropuerto con una pala para volar en una avione­ta... ¡eran tiempos increíbles! Desde allí fuimos a París para coger otro vuelo, pero tuvimos tiempo de hacer una visita a la ciudad, comprar una revista (“Playboy”) y tirar aviones de papel desde lo alto de la Torre Eiffel...”.

Más aventuras industriales interesantes, una que funcionó y otra que no: la importación de Kawasaki y la fabricación de la Bultaco Lobito.

“No podíamos hacer motos grandes y el mercado las recla­maba. Lo de Kawasaki nos fue bien, fue un buen negocio. El resto de las marcas, Honda, Yamaha y Suzuki, se estable­cieron directamente y nosotros éramos importadores. A la larga fue difícil luchar contra ellos. Con Bultaco llegamos a un acuerdo con la familia Bultó, por el que nos cedieron la marca hasta 125 c.c. Hicimos una Lobito que no funcionó. En Derbi éramos una gran empresa con una media de 500 trabajadores y nos lo hacíamos absolutamente todo. Una moto como aquella, de edición limitada, demasiado elitista, no tenía sentido cuando creo que la horquilla nos costaba tres mil pesetas. Y no tenía sentido montar una moto con las piezas que fabricaban otros. Luego se quedó los derechos Piaggio, pero fue una historia complicada, pues también un francés tenía los derechos de las motos de superior cilindra­da. Ahora hacen motos eléctricas y es una lástima, porque no funcionarán nunca. Las bicicletas eléctricas sí que tienen futuro; las motos, no. Los coches híbridos, también; pero los coches eléctricos, no. El problema siguen siendo las baterías. Ni se han inventado ni se inventarán con suficiente autonomía por una serie de cuestiones físicas, fíjate cómo los cohetes todavía funcionan con volantes de inercia”.

La conversación se prolongó como en otros tiempos, sentados alrededor de una mesa con mantel junto a parte de su familia. Y don Andreu, poco antes de despedirnos, me confesó que posiblemente la gran diferencia entre Derbi y otras fábricas fue que “teníamos muchas ganas de hacer cosas, éramos muy inquietos, ganamos 18 Campeonatos del Mundo: 10 de marcas y 8 de pilotos, y no fue nada fácil. También cometimos errores, claro que sí, algunos modelos no funcionaron. Pero estamos satisfechos a pesar de que siempre sabe mal la muerte de una fábrica, como la de una persona, pero vivir y morir es el sino de todos. No hay industrias eternas”.

Lejos de quedarse sentado en el sofá viendo la vida pasar, no le faltan algunos proyectos en el horizonte: “Tenemos previsto hacer un museo en Martorelles, junto con el ayunta­miento; el día que tengamos dinero, seguro que lo haremos. Tenemos motos guardadas para nuestro museo...”. Y cuando así sea, de nuevo Derbi se proyectará al mundo...

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