Piedra, Papel, Sidecar. Capítulo 1: A ocho centímetros del suelo

Piedra, Papel, Sidecar. Capítulo 1: A ocho centímetros del  suelo

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El avión hizo un pequeño movimiento brusco, suficiente para despertarme de golpe. Miré por la ventana y vi los rascacielos de Manhattan. Ya estábamos llegando. Por primera vez en mi vida pisaría el continente americano.

¿Conoce usted Nueva York? –preguntó mi acompañante, un señor de pelo blanco brillante.

–No, nunca he estado en los Estados Unidos –contesté.

–Le recomiendo que visite la ciudad y que explore con paciencia cada rincón de nuestro país –dijo. Después suspiró y sonrió al mismo tiempo–. Pero, déjeme decirle algo. Será mejor que deje sus prejuicios sobre los estadounidenses en este avión y que entre en América dispuesto a dejarse sorprender. Por favor, no nos juzgue por lo que nuestros gobernantes hacen y dicen por el mundo. Como en todas partes, aquí también hay mucha gente buena y usted es quien debe hacer por encontrarlos.

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Liliana vino a recogerme al aeropuerto de la ciudad de Siracusa. Eran las once de la noche. Llevábamos varios meses sin vernos y decidimos pasar nuestra primera noche de reencuentro en un hotel. Al día siguiente me llevó a su casa a conocer a su familia.

El sidecar estaba en aparente buen estado. Tenía 21 años y ya había tenido tres dueños. Liliana lo había probado, había estado practicando con él durante más de dos meses. Pero los americanos hace tiempo que se mueven en coches automáticos y necesitó algunas horas para asimilar lo que era un embrague. Me contó que se pasó la primera semana circulando en primera velocidad, la segunda en segunda y la tercera en tercera. Para mí, un europeo solo acostumbrado a conducir motos de tacto y maneras amables, aquella Yamaha de 1.600 c.c. y motor bicilíndrico en V, de entrada, me pareció demasiado ruda. Las primeras sensaciones fueron más bien desagradables. El sonido del motor parecía querer imitar las clásicas motos norteamericanas y era demasiado ruidoso. El embrague iba tan duro que necesitaba agarrarlo con los cuatro dedos y traerlo con fuerza para que funcionase correctamente. Todas las suspensiones perdían aceite y claramente fallaban, pues, en cuanto lo probé, notaba que continuamente se balanceaba de un lado a otro como una barca, recordándome que aquella moto aún no era del todo mía. Era simplemente una moto de cuarta mano que habíamos comprado y a la que poco a poco tendría que cambiarle algunas piezas hasta hacerla mía de verdad. Sin embargo, la simple idea de verme ya en el estado de Nueva York, conduciendo mi propia moto con sidecar y a punto de salir de viaje, me provocaba una sonrisa permanente que ni la peor de las incomodidades habría podido borrar.

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Una noche, cuando todos se fueron a dormir, entré en la cocina, abrí la nevera y saqué una lata de cerveza. Volví al garaje y encendí la luz. Allí no se escuchaba nada. Según bebía, iba mirando nuestra adquisición y sonreía. Me senté varias veces en la moto, otras tantas en el sidecar. Volví a ser un niño en el asiento del conductor de un coche de verdad. Encendí todas las luces una y otra vez. Me imaginé rodando por los EE.UU., por Chile y hasta por Brasil. Soñé despierto que hasta podríamos superar sin problemas el ripio argentino, mientras recordaba que aquella era una moto custom más bien bajita. Busqué un metro, lo encontré, me agaché hasta poner la oreja en el suelo y medí la distancia del cárter con el asfalto: ¡solo 8 centímetros!

También llegó el 98 cumpleaños de Dorothy. Vino familia a casa y lo celebramos con ellos mientras de fondo en las noticias de la televisión se anunciaba la inminente llegada de un frente frío en menos de 48 horas.

–Parece que vamos a tener que sacar los abrigos –dijo Don Modesto señalando la pantalla. Nos giramos todos y se hizo el silencio. La mujer del tiempo señalaba una masa de nubes blancas en forma de espiral gigantesca que ya venía desde Canadá y que, según ella, en un par de días azotaría con fuerza justo donde nosotros nos encontrábamos. Así que aquella misma noche tuvimos que preparar a toda prisa nuestro equipaje mientras el resto de la familia nos miraba yendo y viniendo atareados tratando de no olvidar nada.

Al día siguiente, a primera hora, acabamos de prepararlo todo y me dispuse a colocarlo por primera vez en la moto. Las maletas irían atravesadas detrás de mí, saqué el asiento de atrás y probé cómo quedaban. Era un desastre. Estaban totalmente en equilibrio sobre el guardabarros. Para hacerlo mejor tomé prestados dos cojines pequeños que había en el sofá y los puse sobre las alforjas rígidas que la moto ya traía cuando la compramos. Ahora parecía que mucho mejor. Até la primera con cuerdas elásticas. Después la segunda y, al menos a simple vista, todo parecía bastante estable.

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Mientras Liliana se iba despidiendo de Dorothy, pensé que sería buena idea calentar el motor de la Yamaha, pero esta se negó a arrancar. Era como si aquella moto no quisiera que nos fuéramos. Probé una y otra vez y nada de nada. Se me acercó el vecino de al lado, un tipo de mirada perturbada al que siempre queríamos evitar, pues su discurso rozaba la demencia. Me dijo que había sido mecánico de joven y que le parecía que con un soplete de gas podríamos calentar el motor y que tal vez así funcionaría. No le hice ni caso hasta que aburrido se fue. Seguí insistiendo y al final me quedé sin batería. Finalmente la arrancamos con unos cables conectados al coche de Don Modesto ante la mirada de desconfianza de la familia y amigos que habían venido a despedirnos. Pero eso no fue todo, después de abrazarnos y subirnos al sidecar, di gas suavemente y la moto empezó a dar unos extraños petardazos que nos hicieron temer que aquel día no saldríamos. A cada explosión salía humo blanco de los tubos de escape. Me acordé de la escena de Diarios de motocicleta, cuando el Che Guevara y su amigo Alberto Granado se estaban despidiendo de su familia y, al arrancar la moto, esta se veía del todo inestable e insegura.

Liliana y yo nos miramos con cara de preocupación. De ninguna manera podíamos posponer la salida. Si nos quedábamos, nos veríamos atrapados por la tormenta, y eso significaba aún más riesgo de nieve en el futuro. Además, quedarnos a revisar la moto en el servicio oficial suponía un auténtico suicidio económico. Así que, a pesar de los ruidos y las inseguridades, decidimos huir hacia delante y arrancar.

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Las primeras 45 millas de conducción no fueron fáciles, el efecto barca era permanente. Cada vez que soltaba el acelerador o apretaba el embrague, zozobrábamos como si estuviésemos navegando. Cuando esto pasaba o el motor hacía algún ruido extraño, Liliana y yo nos mirábamos asustados, pero enseguida nos sonreíamos tratando de calmarnos el uno al otro. Al mismo tiempo, tenía la sensación de que el manillar hacía mucha fuerza hacia la derecha y yo intentaba mantenerlo en su sitio haciendo un tremendo esfuerzo con los brazos hacia el lado contrario. El ruido del motor bicilíndrico, junto con el del viento, era ensordecedor. Los puños eran muy gruesos y agarrarlos con seguridad no era fácil.

Era un día gris, con niebla y frío. Con las prisas, Liliana se había subido al sidecar con ropa de entretiempo y, para cuando nos paramos en la primera gasolinera, ya estaba muerta de frío. Yo le conté que estaba haciendo tanta fuerza constantemente con los hombros que apenas podía levantar los brazos. Nos miramos serios y enseguida empezamos a reír. Durante el desayuno nos dijimos el uno al otro que lo mejor sería no preocuparse en exceso y centrarnos solo en cada instante del viaje. Liliana se compró una pequeña manta y yo estiré un poco los brazos para tratar de relajarlos.

Tras un par de noches en moteles de carretera y siempre tratando de evitar las agresivas autopistas americanas, llegamos a Nueva York. Allí tendríamos sitio para dormir en casa de una amiga de Liliana. Aprovechamos para hacer un poco de turismo y visitar los lugares más emblemáticos: desde paseos por Central Park hasta perdernos entre rascacielos de altura vertiginosa para acabar cenando comida basura en Times Square. No nos importaba pasar el frío que fuera necesario, nos quedábamos embobados con cada detalle. Hicimos incluso fotos con el sidecar en el puente de Brooklyn de noche.

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Quedaron mil cosas pendientes pero otra vez el ajustado presupuesto y el frío nos hicieron movernos. El caso es que la siguiente noche estrenamos una nueva modalidad de alojamiento gratis. Entramos en un grupo llamado Bunk a Biker en el que moteros se ofrecen para alojar a otros moteros en sus casas. Con la ventaja de que las casas de los americanos suelen ser a todo lujo. Muchas de ellas se encuentran en barrios nuevos, zonas residenciales tranquilas, en las que de noche no se oye un ruido. Cenamos al calor de acogedoras chimeneas y muchas de las familias nos esperaban con suculentas cenas. En Philadelphia, tras hacernos fotos en las escaleras donde Rocky Balboa subía lleno de energía, hasta nos invitaron a cenar en un restaurante. En Virginia, un mecánico de aires acondicionados industriales se ocupó de reparar un fallo eléctrico que hacía toser la Yamaha cada vez más a menudo. Él mismo nos llevó de ruta a Assateague, una zona donde campan a sus anchas pequeñas manadas de caballos salvajes.

La Cola de Dragón

Debido a la constante amenaza de mal tiempo y con lo poco preparados que íbamos para el frío y la lluvia, tuvimos que renunciar a una preciosa ruta que atravesaba los montes Apalaches. Sin embargo, en su último tramo había un recorrido que no me quería perder pasara lo que pasara: la carretera de La Cola del Dragón.

Los estadounidenses son prácticamente los mejores del mundo en el sector del marketing y se saben vender mejor que nadie. Donde nosotros vemos tan solo un grupo de trabajadores reformando una casa, ellos ven mucho más y son capaces de crear un show de televisión de gran audiencia. Y funciona, porque incluso yo me quedo atrapado por unos minutos con cosas que hasta entonces no me habían interesado lo más mínimo. Y la que, para nosotros, los europeos, sería una carretera de curvas como tantas y tantas otras, de repente ellos la han convertido en una ruta mítica, incluso legendaria. De hecho, vi algunos vídeos en los que se hablaba de La Cola del Dragón en unos términos tan exagerados que incluso a mí me entraban escalofríos.

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Empecé a vivir la experiencia varias horas antes de llegar. Estaba nervioso, algo así como si estuviera acudiendo a una cita en la que me dejarían rodar con un Ford GT40 en Le Mans. No sé, como si fuera a hacer algo que muy poca gente tiene la oportunidad de vivir en primera persona. Marketing del bueno. Una simple carretera de curvas de las que todos hemos hecho un domingo cualquiera se estaba convirtiendo en algo que iba más allá.

Tardamos tres horas en llegar al fabuloso bosque previo a La Carretera del Dragón y, una vez allí, confieso que ya estaba del todo nervioso. ¿De verdad sería tan peligroso y emocionante como contaban? Estábamos solos, era 24 de diciembre y hacía mucho frío. Sobre las dos de la tarde paramos en una gasolinera para abrigarnos un poco más. Coincidimos con dos veteranos en sus Harley-Davidson. Contaban que, en los fines de semana de verano, son miles los motoristas que acuden hasta allí para poner a prueba sus técnicas de conducción. Nos acompañaron hasta el inicio de la ruta y nos dijeron que son tan solo 17,7 kilómetros. En ese punto hay un par de restaurantes y hasta un motel de carretera, además de un aparcamiento preparado para alojar muchísimas motos.

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También han instalado una estatua enorme de un dragón, que con su cola atrapa una moto de tamaño real. Justo enfrente hay un árbol en el que se siguencolgando partes de motos o de la indumentaria de motoristas fallecidos allí o en otro lugar. Así que aquel rincón de los montes Apalaches se ha convertido en lugar de peregrinaje, de encuentro, de reconocimiento y, como pudimos comprobar, de pura adrenalina. Hicimos algunas fotos y, tras despedirnos de los veteranos, nos quedamos completamente solos. Volvimos al sidecar, nos pusimos los cascos y bajamos las viseras. Encendí el motor de la Yamaha. Creo que hasta noté una gota de sudor frío bajándome por la espalda. Después del ejercicio de marketing previo, al apretar el embrague, engranar primera y subir las revoluciones del 1.600 c.c., también subieron nuestras pulsaciones. Abrí el puño del gas y admito que me sentí como entrando a rodar en el mismísimo Daytona.

¿Cómo iba a ir despacio en un asfalto con tanta historia? Una vez más me rendí a los americanos, lo habían logrado, ya se lo había comprado. ¡Estaba rodando por la Cola del Dragón! Yo, un chico del humilde barrio de Llefià de Badalona, y Liliana, una chica de Fulton, un pueblecito cerca de la frontera con Canadá, habíamos llegado hasta allí en un sidecar de 21 años, motor en V y rueda de coche. ¿Cómo íbamos a ser prudentes?

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Las líneas son amarillas y no están muy bien hechas, como si fuera un antiguo circuito de carreras. El asfalto está muy bacheado. Algunas curvas están peraltadas completamente al revés. En algunos tramos en los que se podía haber puesto una simple recta, aquí había pequeñas eses, a priori innecesarias, pero alucinantes. Eché de menos mi Honda CB750 de 1993 y mi traje de cuero Dainese de segunda mano. Pero mover los casi 500 kg que pesa el sidecar por aquel bosque y sin nadie que nos molestase estaba siendo estremecedor.

Cada vez que nos acercábamos a las curvas más cerradas, trataba de compensar el efecto barca que sufría el sidecar frenando con todo al mismo tiempo. Ahora reducía incluso con la primera velocidad. Apretaba el freno de atrás con fuerza y, con el dedo índice intentaba controlar el tren delantero y llevar la moto a donde intuía que sería mejor. Después, cuando me parecía que estábamos fuera del ápice de la curva, sin soltar del todo el freno de atrás, abría gas a fondo haciendo empujar al máximo el motor. Era un truco que había leído que practicaba Freddie Spencer y que pensé que sería buena idea aplicar. Las maletas iban de un lado a otro. En las curvas de derechas, temía que el sidecar me empujara y nos quedásemos a dos ruedas. Si eso pasaba no sabría ni cómo reaccionar. Nos adelantaron un par de coches deportivos, esos de motor agresivo que suenan a lata.

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–¡Bah! Es normal que nos adelanten coches así. No te preocupes que lo estás haciendo muy bien –me dije en voz alta–. Pero cuando nos adelantaron tres monovolúmenes con sus respectivas familias dentro y los niños saludando desde las ventanas, acepté que a La Cola del Dragón se viene con dos ruedas y 200 kg menos.

Cuando la carretera acabó, paramos para hacer una última foto a otra escultura de otro dragón. Liliana estaba blanca. Me dijo que tenía frío pero que estaba sudando, que por favor nos fuéramos a un hotel cuanto antes.

El recorrido

  • Fulton
  • New York City
  • New Jersey
  • Philadelphia
  • Easton
  • Wiston
  • Salem
  • Tail of the Dragon Road
  • Knoxville

Kilómetros recorridos: 2.337

De La Cola de Dragón

  • Localización: Great Smoky Mountains
  • Estado: Carolina del Norte
  • Recorrido: 17,7 km
  • Número de Curvas: 318
  • Tipo de curvas: Primera y segunda velocidad
  • Asfalto: Bacheado y en mal estado
  • Paisaje: Puro bosque
  • Mejor época: Primavera/verano
  • Consejo: Prudencia máxima
  • Límite de velocidad oficial: 30 millas/hora
  • Límite de velocidad extraoficial: Desconocido
  • Vehículo adecuado: Moto
  • Vehículo no adecuado: Sidecar

Algunos datos

  • Modelo de moto: Yamaha Road Star 1600
  • Año: 2001
  • Coste: 4.500 dólares.
  • Equipamiento: Chaquetas Garibaldi Heritage.
  • Pantalones y guantes: Outletmoto Barcelona.
  • Cascos: Givi y LS2.
  • Fecha de inicio del viaje: 5 de diciembre del 2021.
  • Fecha prevista de finalización: Desconocida.
  • Lugar de inicio del viaje: Fulton, Estado de Nueva York.
  • Lugar de finalización del viaje: Desconocido.
  • Sponsors: Venta de libros y colaboraciones en Solo Moto.

Principales formas de alojamiento

Puesto que los hoteles en EUA rondan los 100 euros la noche, principalmente estamos utilizando ‘Bunk a Biker’ y ‘AdvRider’, dos grupos donde los moteros locales ofrecen sus casas a otros moteros viajeros. Para nosotros es la mejor forma de conocer la realidad de los americanos y estar en contacto con ellos aunque a veces ya nos hemos visto en situaciones al límite del reglamento.

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