Piedra, Papel, Sidecar. Capítulo 5: Los señores del tiempo

Piedra, Papel, Sidecar. Capítulo 5: Los señores del tiempo

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La Península del Yucatán es sin duda una de las zonas más hermosas de México. Circulando por sus carreteras, tan pronto cruzábamos frondosos bosques como tramos semidesérticos en los que el único síntoma de vida es alguna que otra iguana despistada.

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Desde Veracruz, veníamos sufriendo el terrible calor y la densa humedad, lo que nos hacía sentir incómodos durante buena parte del día. Afortunadamente, la región está repleta de los conocidos cenotes. Se trata de grandes pozos de agua a los que se puede acceder e incluso bañarse. En algunos, al mirar hacia arriba tan sólo se pueden ver rocas y raíces y la única luz que entra es artificial. Otros en cambio están completamente abiertos. Debe ser increíble poder ver las estrellas y la luna llena desde un lugar tan sobrecogedor. Los más conocidos, ya se han privatizado y ahora cuentan con infraestructura para recibir a los turistas. A su alrededor han construido vestuarios, restaurantes e incluso hoteles. Por suerte, otros conservan la magia de lo salvaje y pudimos acceder a varios de ellos. Recuerdo uno al que tuvimos que entrar a través de un agujero oculto entre las raíces de un árbol de aspecto centenario. Una vez dentro, se abrió un pequeño mundo. Recordé a los Goonies, entrando en la cueva donde encontraron el barco de Billy el Tuerto. Tenía unos veinte metros de altura, del techo colgaban estalactitas de todos los tamaños, pero también raíces suspendidas en el aire que se esforzaban por llegar al agua. Algunas lo habían conseguido hacía tiempo y se habían convertido en gruesos troncos. Durante un rato Liliana y yo nos quedamos solos. Nos sentíamos tan felices que no podíamos parar de sonreír y besarnos. También manteníamos largos ratos de silencio, como si así lográsemos consolidar más el recuerdo de lo que estábamos viviendo.

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Pero aquella tarde llegaron malas noticias de Estados Unidos. La abuela Dorothy no estaba bien. Liliana tenía que regresar cuanto antes y lo tenía que hacer sola. Mi visado estaba tan caducado que mi única opción para salir del país era por carretera. Llegamos a Cancún esa misma noche y al día siguiente Liliana volaba hacia Nueva York. Me costó algunos días habituarme a moverme sólo de nuevo, pero lo cierto es que nunca logré acostumbrarme del todo a la nueva situación.

El jefe de la policía

El primer domingo, acudí a un encuentro de motoristas, donde tuve la oportunidad de conocer un antiguo jefe de policía. Me mostró fotos en su uniforme de gala color beige y lo cierto es que era la viva imagen de Pinochet. Había sido escolta de un importante político al que le había salvado la vida en un atentado, aunque eso le supuso acabar con el brazo casi destrozado. Había participado en multitud de balaceras. En una ocasión unos atracadores de bancos le dispararon en el abdomen, pero de forma milagrosa la bala salió por el otro lado y sobrevivió. De hecho, decía que los atracadores se le acercaron para rematarlo, pero fingió estar muerto, lo dejaron estar y acabó persiguiéndoles.

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Según me contó, tenía un pasado oscuro en el que entre otras muchas cosas robó un banco y hasta participó en una fuga multitudinaria de una cárcel. Estando preso se había convertido en el jefe de la cárcel hasta tal punto que cuando cumplió su condena ya no le iba bien salir. Después lo hicieron jefe de la policía y ahora se dedicaba a promover el bien entre los diferentes cuerpos de seguridad, tratando de convencer a los agentes corruptos de que abandonen ese tipo de prácticas. En fin, una vida tan intensa que daba para escribir un libro. Traté de que nos viéramos y así convencerle de que me dejase escribir sobre él, pero nunca acabó de decidirse.

Por fin iba a conocer a Cuco y Guada

Dos días más tarde, recibí un mensaje. Eran Cuco y Guada, dos viajeros en moto. Llevaban viajando de forma ininterrumpida desde hacía 19 años, ahora estábamos en México y por fin podría conocerlos en persona. Supe de ellos por primera vez allá por el 2013, fue escuchando el Podcast Viajo en moto punto com. Roberto Naveiras les hizo una excelente entrevista que me empujó a buscar información sobre ellos. Encontré su página y aparentemente se trataba de otro blog de viajes, otro cuaderno de bitácora. Copié y pegué todo el texto en el que era “mi primer libro electrónico” y lo leí. De esto hace ya casi diez años y mi principal recuerdo es que su aventura literalmente no me dejaba dormir. Sus historias no sólo me hacían alegrarme por ellos hasta reír, sino que también podían llegar a angustiarme de verdad. Era un relato sincero, y tan intenso en experiencias que enganchaba desde el principio.

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No recuerdo cómo llegué a contactar con ellos por primera vez, pero acabamos llamándonos. Yo vivía en Suecia y ellos estaban viajando por Sudamérica, empezando su segunda vuelta al mundo. Nos caímos bien desde el principio, teníamos mucha complicidad y las llamadas duraban como mínimo una hora y cuarto, de ahí en adelante.

“Ché! Boludo! Ricardito!! -Era la voz de Alejandro. -Escucháme flaco. Nos hemos enterado de que estás por Cancún. Tenemos que vernos y conocernos de una vez.”

Les llamé enseguida, y dos días más tarde nos encontrábamos en Cancún. Habían acampado en un terreno donde reparaban barcas. Me mostraron su moto, era una Honda Transalp de 1998. Llevaban maletas de plástico, de las que utilizábamos en los noventa. Como bolsas blandas, me recomendaban que hiciera como ellos y utilizase sacos de comida de perro. Según ellos era lo más resistente y fácil de conseguir del mercado. Además, desde hacía un año viajaban con Capitán, un bonito perro de color blanco con manchas marrones. Lo llevaban sobre una de las maletas laterales de la moto, lo cual no es cualquier cosa, teniendo en cuenta que el perro pesaba algo más de veinte kilos. Con dos cajas de fruta cosidas con alambre, le habían hecho una cesta para viajar. La imagen de todo el conjunto circulando inspiraba una sonrisa permanente. Fui a visitarles durante tres noches seguidas que se alargaron hasta altas horas de la madrugada. La cuarta noche, la resaca me obligó a renunciar. Sin embargo, aquellos días sirvieron como introducción para lo que vendría más adelante.

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La vida en el rancho de Macuspana

Para el siguiente fin de semana nos invitaron a todos a una fiesta de cumpleaños que se celebraba en un rancho. Podríamos acampar y pasar el fin de semana junto con familias mejicanas. La fiesta fue por todo lo alto. Hubo piñata, juegos para los niños, gente tocando la guitarra y cantando y, por supuesto, mucha comida. El domingo se fueron todos menos nosotros tres. Les pedimos a los dueños del terreno que nos dejasen quedarnos una noche más. Pero tanto Cuco y Guada como yo teníamos todo el tiempo por delante, y lo que tenía que haber sido un día más se convirtió en una semana inolvidable. Recordamos los mejores momentos de nuestros viajes, comparamos modelos de motos noventeras, nos recomendamos destinos y llorábamos de risa con las anécdotas de unos y otros.

Los días en el Rancho Macuspana transcurrían lentos. Procurábamos no gastar nuestro tiempo en nada que no fuera puro ocio. Todo nos daba pereza y por supuesto que ni hablar de excursiones por la zona.

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Yo solía levantarme el primero y aprovechaba la soledad del momento para leer o escribir. Ellos lo hacían más tarde. Lo cierto era que ambos hacía tiempo que habían aceptado que eran nocturnos. A las once de la noche, cuando yo me retiraba a dormir, ellos tomaban café. Les gustaba escuchar programas de radio sintonizados en un aparato capaz de captar onda corta desde prácticamente cualquier lugar del mundo. Recuerdo que escuchaban programas de todo tipo y en diferentes idiomas, pero su favorito era el programa de Radio Nacional de España, Españoles en La Mar. También afirmaban que cada día hacían ejercicio de dos a cuatro de la madrugada, aunque he de decir que aquellos días en el rancho nadie se movió más de lo estrictamente necesario.

Hacíamos lo que nos venía en gana. Bebíamos, fumábamos y comíamos sin tener en cuenta lógicas ni horarios. Creo que es lo más cerca que he estado de la película Easy Rider en toda mi vida. Cuando me quedaba sólo, sonreía de felicidad como si de algún modo hubiera encontrado lo que venía buscando antes de empezar este viaje. No había venido hasta aquí para ver paisajes ni monumentos, se trataba más bien de momentos así.

De buena mañana, se bañaban en la piscina del rancho, que como no tenía sistema de tratamiento de agua, ésta se había quedado de color verde y ahora tenía renacuajos. Me invitaban a bañarme con ellos, pero yo veía el agua tan oscura que no me acababa de decidir. Jugábamos partidas y partidas de dominó.  Aprendieron a jugar al ajedrez. Cuco trató de enseñarme a algunos trucos de malabares y lo intenté, pero no era lo mío. Hicimos videos y grabamos audios prohibidos, de esos en los que los protagonistas te piden que apagues la cámara o el teléfono. Les intenté convencer de que publicasen un libro con lo que yo leí diez años atrás, incluyendo todo lo que había pasado después, y Guada me prometió que lo intentaría.

Hubo un momento en que ninguno de nosotros quería ir al pueblo a por agua y comida, pero eso tampoco supuso ningún problema. De ahí pasamos a alimentarnos de cocos y mangos que cogíamos de los árboles del rancho, antiguos paquetes de pasta que encontramos en el fondo de las maletas y huevos que le pedíamos al granjero de al lado. Cogíamos agua del pozo gracias a un antiguo generador de gasolina. Yo la hervía y le echaba unas gotas de cloro, pero ellos la bebían directamente.

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-Ché! Boludo! Te recomiendo que hagas lo mismo. -decía Cuco. -Nosotros antes nos poníamos enfermos, pero un día decidimos hacer cosas así para generar anticuerpos. Y ahora mira, siempre estamos sanos. No llevamos seguro de viaje, nunca lo hemos necesitado. -No me salió explicarles que nosotros ya habíamos utilizado los servicios de nuestra compañía de seguros un par de veces desde que empezamos el viaje. – Ricardo, a ti te falta tierra. -Era una frase que ambos me repitieron varias veces durante aquellos días. En general me recomendaban exponerme más a la naturaleza. Creo que me veían demasiado urbanita y delicado para ser viajero.

Sus primitivos consejos me hacían reír, pero tomaba buena nota de ellos. Entre otras muchas cosas me recomendaban que, en noches de mucho frío, calentase un ladrillo o una roca en el fuego, la envolviese en papel de periódico, la metiera en el saco conmigo y me la pusiera en el pecho. Se lavaban el pelo con jabón para los platos y después, como acondicionador, se aplicaban una mezcla de aceite para bebés con algo más que no recuerdo, pero que se les había ocurrido a ellos. Por no hablar de cuando me contaron que en pandemia se curaron los hongos de los pies con papel del váter empapado en gasolina que se ponían entre los dedos.

-Al principio picaba y después quemaba un poco, pero si resistías, a los pocos días tenías los pies perfectos.

Claro que aquella era su segunda vuelta al mundo y si alguien sabía de lo que hablaban eran ellos. Eran auténticos expertos en hacer durar el material. La ropa que llevaban era de segunda mano o donada. Casi todo estaba remendado o por remendar. Según me contaron, Guada cosía tanto que llegaba a gastar bobinas enteras de hilo. Era capaz de reparar cremalleras, chaquetas de motos, sacos de dormir, esterillas, guantes, botas, chancletas, zapatillas deportivas y hasta la tienda de camping. De hecho, una mañana cosió mi tienda.

Para la moto pasaba algo parecido. Cuco era de lo más cuidadoso en la conducción y era capaz de alargar la mecánica de la Transalp hasta el infinito. Manejaba con tacto fino y cambiaba las marchas con estilo camionero tratando de no forzar el embrague ni lo más mínimo. Su velocidad de crucero era 80km/h y tenía trucos para todo. Por ejemplo, en un rincón del manillar guardaba una botellita de antiguo crece pelo que habían rellenado con aceite limpio de motor y que utilizaban para ir lubricando tanto la cadena como otras partes del motor.

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-Mira, aquí llevo colgadas dos pastillas de freno antiguas. Cuando las tengo que cambiar, las llevo a la tienda o al mecánico de turno y le pregunto si tiene las mismas. Los códigos y las referencias no funcionan donde vas a ir. Eso a ti te iría bien -afirmaba Cuco. -Ricardo, como dicen los surfistas argentinos: Acá ya sabemos cómo viene la ola.

-Nosotros estamos esperando una junta para una tapa del motor de la Yamaha -dije, esperando que me sugiriera algún truco alternativo.

-¡No, flaco! Eso lo puedes hacer tú mismo -contestó sonriendo. -Mira, yo lo hago con cartón de caja de zapatos.

-Ya, pero seguro que no queda bien y después hay que cambiarlo enseguida -dije con desconfianza.

-Escucháme. Eso queda bien y ya no se cambia nunca. Pero si tu quieres pagar por recambios oficiales en lugar de aplicar la solución que yo te digo, pues adelante. Mira el motor de mi Transalp -contestó riendo. No supe qué decir. Y mientras buscaba restos de aceite, pensé que debía abrir mi mente a lo que me estaban diciendo y tratar de aprender el máximo posible.

Cuco y Guada tenían máxima complicidad en cuanto a horarios, estilos de ropa, estados de salud, gustos culinarios, volumen de música, grados de suciedad y niveles de desorden. Pero lo que resultaba envidiable era que compartían la máxima determinación por el viaje. En aquel equipo nadie contemplaba nada que no estuviera centrado en su sueño. En ese sentido no había dudas, más bien al contrario.

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Su historia era apasionante

Alejandro había crecido en un mal barrio, uno de esos que te empujan a vivir de forma intensa aunque no quieras. No era muy alto, llevaba el pelo largo recogido y una barba ligeramente recortada. Ya contaba con 47 años. Guada era Mexicana, nacida en la ciudad de Veracruz y al igual que Liliana, tenía unos rasgos faciales exóticos que le hacían parecer de diferentes lugares del mundo. Antes de conocer a Cuco trabajaba como maestra de inglés. Su vida era tranquila, tenía 23 años y vivía con sus padres. Un día su mejor amiga le pidió que la acompañara a ver un chico que le gustaba. Se trataba de un viajero argentino que había llegado en moto. Vendía artesanías que hacía él mismo. Guada aceptó de malagana, pero cuando vio a Alejandro por primera vez todo cambió. Se miraron fijamente y se sonrieron.

-¡Pues vaya con Guada! -dijo su amiga cuando se percató del inminente flechazo.-¿Para eso te traigo? Si lo sé no te digo nada. El chico me gustaba, pero me ha quedado claro que quien le gustas eres tú.

Pero Guada sólo pudo sonreír. No podía negar lo evidente. Volvieron al día siguiente, aunque ahora era ella la que le pedía a su amiga que la acompañase. Otra vez volvieron a mirarse y sonreírse. Al tercer día Guada se decidió:

-Disculpa, ¿Qué precio tiene esto? -preguntó apuntando a un collarcito.

-Mira, -contestó Cuco. -Es la tercera vez que vienes y me gustas mucho. – Y así empezó esta verdadera historia de amor. A partir de entonces se veían cada día. Guada empezó ayudarle con las artesanías. Pasaron las semanas, hasta que un día entendieron que se amaban tanto que decidieron continuar el viaje juntos. No fue fácil explicar a la familia aquel repentino cambio de vida, pero la decisión estaba tomada y nada ni nadie iba a detenerles.

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¿Dónde se esconde la determinación que lleva a algunos viajeros a apostarlo todo por una forma de vida nómada? Sinceramente, creo que todo el mundo, más de una vez ha tenido la tentación de mandar todo a la porra y escapar bien lejos. Cuco estaba harto de levantarse siempre a la misma hora para ir a trabajar a la herrería. Le aterraba la rutina, pero aún más el hecho de tener que cumplir con lo que el sistema esperaba de él. Cada día, de camino al trabajo, pasaba por delante de un concesionario de motos y veía a Violeta, su futura moto y soñaba con viajar con ella por todo el mundo. Quería ser dueño y señor de su destino y tiempo. Confiaba plenamente en sus habilidades como mecánico y en su capacidad para saber cómo arreglárselas incluso en las peores circunstancias.

Guada era la compañera ideal. No importó que tuviera un trabajo estable y una vida ya casi predeterminada. Más bien al contrario, justo eso fue lo que la empujó a dar el paso. Cuco supuso la dosis de libertad que venía anhelando y a los pocos meses cruzaron a Europa, donde hicieron de todo para poder continuar.

-Nuestra realidad cambia en casi cada país -me contaba Guada. -Lo que funciona muy bien en España, puede que sea un desastre en Grecia. Las posibilidades son infinitas. Nosotros hemos hecho de todo y nos hemos reinventado muchas veces. Al principio nos centramos en las artesanías tipo collares, pendientes y pulseritas. De ahí pasamos a los tatuajes de henna y hasta lámparas hechas de vaso de cristal de yogur. También hemos vendido cafés y sándwiches en la calle. Cuco puede hacer malabares en los semáforos mientras yo paso por los coches. Actualmente vendemos pegatinas en los parkings de los supermercados. Pero no creas que son pegatinas con nuestra imagen. Eso lo hacíamos antes, pero no funcionaba bien y ahora vendemos pegatinas de todo tipo de temas, desde el orgullo gay hasta la Virgen de Guadalupe. Ya tenemos algo de dinero ahorrado y si todo va bien, en unos meses volveremos a Europa en barco para continuar viajando.

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-Hubo una mañana en que ya estábamos sin dinero -decía Cuco riendo. -No teníamos ni para comer. Eso fue en Grecia, en el centro de Atenas. Fui a la calle principal a ver si se me ocurría algo, cualquier cosa por tal de conseguir dinero. Allí vi un chico tocando la guitarra. Era música más bien triste, pero la gente le dejaba monedas. Volví a la moto y agarré mi armónica. Regresé a la calle del guitarrista, busqué un cartón, me senté y empecé a tocar. Al principio, fue un desastre, nadie me dejaba ni una mísera moneda. Volví a ver desde lejos al guitarrista y me quedé mirando hasta que entendí que si las canciones que tocaba eran alegres no inspiraba lo que necesitaba. Corrí de nuevo al cartón y esta vez empecé a tocar lo más triste que se me ocurría, entonces sí funcionó.

Lo que para ellos era fácil, al menos cuando hablaban de ello, para mí era demasiado atrevido. Sus ideas me parecían extravagantes o incluso marcianas, pero Cuco y Guada eran de otra pasta y era yo quien debía hacer el ejercicio de aprender de verdad si quería seguir viajando con Liliana en el sidecar muchos meses más. Habían acordado y aceptado que no querían tener hijos y que toda su energía, talento e imaginación sólo tendrían un propósito, que el viaje no terminase nunca. No tenían ningún tipo de deuda, económica ni moral. No echaban de menos nada ni a nadie, también en ese sentido eran libres. Se acostaban y se levantaban cuando querían. Iban a vender pegatinas sólo cuando lo necesitaban. No tenían compromisos y admitían abiertamente que huían de ellos. A veces llegaban a una ciudad y si les iba bien y les gustaba, se quedaban allí durante meses, ahorrando para su siguiente destino. Eran los auténticos Señores del Tiempo.

Una noche en el rancho, Cuco me contó que él ya había cruzado tres veces el Tapón del Darién. Me dio todos los detalles de cómo hacerlo de la forma más aventurera e inolvidable posible y por supuesto que tomé buena nota de ello.

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-Recuerda, cruzar el Darién supone un viaje dentro del viaje -me decía.

-Ricardo -dijo Guada. -¿Sabes qué creo que os funcionaría a Liliana y a ti? Una cosa que le vimos a un tipo hace tiempo y que nosotros por falta de espacio no hemos hecho. Aquel viajero llevaba un telescopio, y en las noches de luna llena, se iba al paseo marítimo y se lo ofrecía a la gente.

Los siguientes días el telescopio se convirtió en el tema más recurrente, hasta que llamé a Liliana. Le expliqué todo, le encantó la idea y encargó un modelo con el que supuestamente se pueden hacer fotos a la luna con el teléfono móvil.

-Ya lo tienes, Ricardo. Ya sabes lo que le tienes que ofrecer a la gente. “Haz tu foto a la luna por un dólar” -dijo Cuco riéndose antes de saltar a la piscina de los renacuajos de nuevo.

-Y bienvenido al mundo de los hippies -me dijo Guada también antes de saltar al agua.

Reconozco que se me escapó algo más que una sonrisa. Esperé a que salieran a la superficie de nuevo y les pregunté.

-¿En algún momento del viaje os habéis cansado de tantas penalidades y habéis pensado en dejarlo todo y volver al sistema de nuevo?

-Pero Flaco! ¿Qué penalidades? -preguntó Cuco extrañado. -Si decidiéramos abandonar el viaje, ¿a dónde iríamos? ¿A Argentina, a México? ¿Quieres que en lugar de estar aquí contigo me vuelva a la herrería? Eso sí eran penalidades. Sinceramente, no creo que logre acostumbrarme a la rutina del día a día nunca más.

-Vivimos la época más maravillosa de nuestras vidas y no queremos que acabe nunca -afirmó Guada sonriendo. -Y deja ya de preguntar tantas boludeces y báñate de una vez con nosotros que te vas a abrasar con este calor.

Tenían tanta razón que allí mismo me quité toda la ropa delante de ellos y salté desnudo al agua.

Mapa de la ruta de Piedra, Papel, Sidecar. Capítulo 5

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  • Campeche
  • Tenabo
  • Komopá
  • Mérida
  • Valladolid
  • Leona Vicario

Total kilómetros: 477 kms

Duración de la etapa: 1 mes

El consejo: Mantener los ojos abiertos a nuevas propuestas y dejar atrás los prejuicios y las dudas.

A evitar: Viajar con prisa y mirando las redes sociales.

Truco para la moto: Utilizar papel cartón de caja de zapatos como junta para unir partes del motor.

Proyectos de futuro: Comprar un telescopio para ofrecerlo a los turistas.

Algunos datos...

Modelo de moto: Yamaha Road Star 1600

Año: 2001

Coste: 4.500 dólares.

Equipamiento: Chaquetas Garibaldi Heritage.

Pantalones y guantes: Outletmoto Barcelona.

Cascos: Givi y LS2.

Fecha de inicio del viaje: 5 de diciembre del 2021.

Fecha prevista de finalización: Desconocida.

Lugar de inicio del viaje: Fulton, Estado de Nueva York.

Lugar de finalización del viaje: Desconocido.

Sponsors: Venta de libros y colaboraciones en Solo Moto.

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