¿Os imagináis lo que es salir a dar una vuelta en moto y 13 años después seguir con lo mismo?

Víctor Rider es un gran aficionado a los viajes en moto, tanto a practicar los suyos propios como a empaparse con los de los demás. Un día supo sobre Ian Coates, leyó la poca literatura que anda por la Red sobre uno de los más grandes viajeros en moto de la historia, y no pudo menos que interesarse. Al saber que pasaría por España contactó con él y le preguntó si sería posible compartir unos días de ruta.

Ian Coates, después de trece años viajando por el mundo, y a sus casi setenta años, tardó escasos minutos en contestar a través de una red social. Por supuesto que accedía encantado.

La ruta que Víctor diseñó con Ian pasaba por San Lorenzo de El Escorial el sábado 18 de febrero. Nos interesamos por la noticia y quedé en asistir para escribir la crónica del fin de semana junto con este peculiar viajero inglés. Tenía mi querida F 800 GS en Ghana, esperando que fuera a recogerla, así que Solo Moto pidió a BMW que me dejara una para cubrir el evento. Dicho y hecho.

La noche del viernes llegaba a El Escorial una pequeña avanzadilla del gran grupo que formaríamos el sábado. Esa noche teníamos una cita en el Hotel Victoria.

El viajero

Ian Coates es un tipo enorme, de gesto afable y mirada apacible. Siempre usa gafas y cuando no lleva casco suele llevar gorra; estos días una con la bandera de Chequia que alguien le regaló y que usará hasta que alguien le obsequie con una que le mole más. Luce una sonrisa típica del que está plenamente satisfecho con quien es. Lleva años haciendo lo que le da la gana. Eso es viajar tranquilamente con su Africa Twin por más de noventa países. La moto está envuelta en una gruesa capa de pegatinas y otra de mugre acumulada por los cinco continentes, durante trece años y cuatrocientos mil kilómetros. “Cuanto peor parece, más pobre piensan que soy, y eso siempre ayuda”, explica. Nos damos un fuerte apretón de manos, cabeceamos agradecidos de conocernos y nos vamos todos a cenar.

Mientras callejeábamos en busca de un lugar donde tomar un vino, Ian comienza a contar su historia a la vez que deja huecos para escuchar la mía. Podría copar cualquier conversación durante horas, pero como buen viajero, sabe escuchar, le interesa la historia del que tiene enfrente. Su inglés es perfecto para los torpes oídos del que no es bilingüe; se nota que lleva mucho tiempo haciéndose entender por el mundo.

Al igual que existen muchos tipos de viajes, también existen muchas clases de viajeros. Ian Coates es un viajero circunstancial. Nunca planeó su viaje. Un día alguien le propuso conducir un Land Rover con turistas desde Sudáfrica a Inglaterra, accedió, y cuando llegaron a Etiopía se encontraron con que había estallado la guerra contra Eritrea, así que no consiguieron los visados para continuar. Tuvieron que conducir de vuelta hasta Sudáfrica. Entonces llamó a su mujer y le pidió que le mandara en barco su moto porque quería intentar llegar a Inglaterra conduciendo. Tardó un año, pero lo consiguió.

El viaje

Tomamos unos vinos en El Muérdago, un pequeño local en el casco antiguo de San Lorenzo de El Escorial donde Mar y Olga, viejas amigas, nos hacen sentir en casa.

Ian me cuenta cómo traspasó la barrera que hace que un simple viaje pase a transformarse en una forma de vida.

Cuando los viajes sobrepasan las habituales vacaciones de un mes, la dimensión es otra, los tiempos son distintos, las prioridades cambian y el viajero sufre una transformación que termina trastocando su futuro. A mí, como a muchos otros, me pasó. Viajé durante ocho meses y cuando regresé estuve una temporada perdido, sopesando seriamente mandar todo al carajo para continuar haciendo lo que realmente me hace feliz: errar en moto por el mundo. En ese momento no fui capaz y volví a la ficticia seguridad del sistema, al puesto de trabajo que me esperaba congelado.

Ian tenía 56 años cuando llegó a su pueblo, una pequeña aldea al norte de Yorkshire, después de más de un año viajando por África. Hasta entonces había tenido una intensa vida trabajando de sol a sol, envejeciendo al ritmo que marca el estrés del mundo desarrollado y las necesidades que crea. Debió verse rejuvenecido tras atravesar Sudán en plena guerra civil, así que no se lo pensó dos veces y metió su moto en un contenedor en dirección a Australia. Quería seguir viajando, quería vivir más. Decidió cruzar esa barrera que pocos cruzan. Ahí empezó su verdadero periplo por el mundo.

Australia, Nueva Zelanda, Sudamérica de sur a norte hasta llegar a Panamá, donde fue contratado como mecánico en un carguero. Así visitó decenas de islas en el Pacífico, llegó de nuevo a Nueva Zelanda y de ahí de nuevo a Panamá, hasta que desembarcó su moto y siguió rumbo a Alaska. Cuando llegó era 2009, habían pasado más de nueve años desde que su mujer le mandara la moto a Sudáfrica. Decidió entonces volver tranquilamente por Siberia, Rusia, Ucrania, Moldavia, avanzando lentamente en dirección a casa.

No sabe cuándo llegará, sólo sabe a ciencia cierta que esta noche cenará con unos cercanos desconocidos en El Escorial. Vivir con tres maletas

Compartimos desayuno el sábado por la mañana. Todos comentamos cómo escuchamos hasta altas horas de la noche a una pareja disfrutando más que los demás. Menos mal que nosotros somos moteros y nos toca disfrutar ahora por la mañana. El sol luce espléndido, y aunque todavía hace frío, parece que el día será espectacular para montar en moto.

Ian completa el protocolo de cada día desde hace trece años. Su casa es su moto y todo su patrimonio son tres maletas y una enorme bolsa donde guarda la tienda de campaña y el saco para dormir. Ahí dentro tiene todo lo necesario para vivir de una forma sencilla pero digna. Tiene ropa para el desierto y también para la montaña. Tiene una cocina, herramientas suficientes para arreglar su moto, un techo en forma de tienda e incluso un pequeño ordenador con el que conecta con su familia, que después de trece años resulta estar repartida por todo el globo terráqueo.

No necesita nada más. Éste es uno de los mejores aprendizajes de un viaje largo.

Yo recuerdo que cuando llevaba varios meses de viaje me pregunté qué coño era todo aquello que había guardado meticulosamente en cajas de cartón antes de salir de casa, qué demonios habría allí dentro que en tanto tiempo de felicidad plena no había echado de menos.

El grupo arranca y subimos el puerto de la Cruz Verde, todavía con un asfalto frío y peligroso allá donde el sol aún no calienta.

El poder la paciencia

En lo alto del puerto es típico comer morcilla. Allí está el bar que hace de punto de encuentro para moteros llegados desde diferentes lugares. El sol derrite las últimas heladas de la noche mientras los calurosos abrazos se suceden, entre amigos que hace tiempo que no nos vemos y entre desconocidos recién presentados.

Esperamos pacientemente a que lleguen todos.

La paciencia es quizá la única virtud esencial para poder viajar durante tanto tiempo. Le pregunto a Ian con qué policía o en qué frontera ha tenido mayores problemas. “Sin duda, en la embajada de Sudán en Etiopía”, me dice. “Llegué en plena guerra y estuve más de un mes esperando que me dieran el visado. Cada vez que acudía el funcionario me decía que cuatro días más, yo le contestaba con una enorme sonrisa y me iba una semana a conocer algún lugar al que todavía no había ido. Así hasta que finalmente un día me dio el jodido sello que legalizaba mi situación en el país.

Arranqué mi moto y salí victorioso de Etiopía. En el primer control militar en Sudán no me dejaron continuar, además de visado necesitaba un permiso especial para poder viajar por el país en plena guerra civil. El fucking funcionario había obviado hablarme de ello. Una nueva sonrisa, vuelta atrás y a empezar de nuevo”.

Carreteras secundarias

Por fin estamos todos. Somos 24 motos las que escoltamos al inglés. Salimos hacia las Navas del Marqués, serpenteando por pequeñas carreteras que nos llevan a Cebreros, el Barraco, el embalse de Burguillo y, finalmente, Burgohondo, donde comemos.

El gran viajero motero tiene otro denominador común, el rechazo a las grandes ciudades y el amor a las pequeñas carreteras que llevan a recónditos lugares. Allí la gente es más cercana, los malos suelen deambular por las oscuras noches de las grandes urbes pero nunca por pequeñas aldeas, donde un motero solitario siempre es bienvenido.

Ian adora las granjas y sabe de animales, lo que le ha permitido en todos estos años trabajar a cambio de comida, techo y conversación. Ha pasado grandes temporadas en pequeños pueblos donde todos los habitantes han terminado por conocerle y aceptarle como a uno más. Disfruta mucho hablando de eso.

Comemos en Burgohondo, en un magnífico restaurante en el que Juan Recio, incansable viajero y colaborador de esta revista, ha reservado mesa. Nos han preparado un menú de sopa castellana, patatas con torreznos, ensalada, entrecot o pescado, algo de vino, cafés y postre.

La mesa alberga todo tipo de viajeros y las conversaciones sobre lugares remotos fluyen nerviosas, solapándose unas con otras.

Alguien pregunta a Ian si es rico, asumiendo que alguien que viaja durante tanto años debe serlo.

“Nada más lejos de la realidad”, explica Ian. “Yo duermo en mi tienda, nunca me hospedo en hoteles, nunca como en restaurantes y nunca compro nada porque casi nunca necesito nada. Si tengo frío en los pies, uso una bolsa de supermercado a modo de calcetines. Y si tengo mucho frío, uso dos. Cada día estoy más joven, no fumo y como diferentes alimentos cada día; mi pasaporte dice que tengo casi setenta, pero mi cabeza me dice que tengo veinte”.

Cuando la conversación se diluye por la mesa nos quedamos hablando de comidas. Se le iluminan los ojos al explicarme lo ricos que estaban los bocadillos de plátano que se calzaba a pares en Sudamérica. De langosta o de caviar no me habla.

La noche

Da igual que esté en un país más o menos civilizado, conducir sin luz no está nunca en los planes del que se protege cada día desde hace trece años. Así que nos vamos antes de que caiga la noche. El grupo se separa. Moisés, Juan Recio y yo volvemos serpenteando el puerto de Mijares con nuestras GS, apurando los últimos rayos de luz.

Antes de llegar a casa tengo que repostar por primera vez, después de 350 km. El consumo de la F 800 GS es bajísimo.

El domingo, la cita es a las once en el Parador de Toledo.

Esta vez somos siete las motos que acompañamos el errar de Ian Coates por nuestro país. Los moteros de la zona nos regalan una ruta por pequeñas carreteras que nos adentran en los montes de Toledo.

En lo alto de una loma, con una brisa fresca pero agradable, paramos a descansar y charlar un rato.

Intercepto una conversación en la que Ian habla de la peor de sus experiencias. No sabe lo que es un GPS y no suele llevar buenos mapas, así que con frecuencia suele perderse. Generalmente le da igual porque cualquier ruta suele llegar a algún buen lugar, pero en una ocasión, y tras una tormenta de arena, se perdió dos semanas en el desierto de Sudán, y terminó sin comida los últimos días y con gran escasez de agua. Sin duda, la peor de sus experiencias. En ese momento, alguien oportuno pregunta por lo mejor del viaje. “Salir de aquel desierto”, dice convencido el inglés, que nunca pierde su sentido del humor.

La familia

La ruta toledana termina en Navahermosa, donde nos preparan un menú al calor de una chimenea. Se trata de un restaurante familiar al que los asistentes de la zona suelen ir. Han llamado para que nos improvisen unos embutidos y una buena carne de la zona.

Como cada día desde que ha llegado a España, los curiosos preguntan a Ian por su familia. Tiene un hijo, una hija, varios nietos y un bisnieto. En estos trece años sólo ha regresado a casa dos veces, la primera cuando llegó desde Sudáfrica y la segunda para renovar su pasaporte. Sus hijos y nietos le han visitado alguna vez. Su mujer, siete veces.

El cree que es mejor ver pocas veces a un abuelo aventurero que todos los días a uno amargado y envejecido. “Mis hijos y mis nietos se sienten orgullosos de mí”, me dice con ojos brillosos.

Enamorados del buen trato recibido en La Carpintería, como se llama el restaurante, partimos en dirección a Toledo, donde Ian y Víctor tienen reservada una habitación de hotel.

Un último refresco, una última conversación y nos despedimos calurosamente. Ian me recuerda que me ha invitado a visitarle en su pueblo en Inglaterra. Yo le recuerdo que por supuesto intentaré ir, pero no por verle a él.

Quiero conocer a la verdadera protagonista de esta historia. Su mujer.

Por Charly Sinewan

Artículo publicado en el Solo Moto nº 1864

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