Verdaderamente en aquel momento me sentía el protagonista de un cómic a punto de vivir un intenso capítulo de mi vida. Y así dio comienzo nuestro viaje, bajo un sol radiante, disfrutando de la tranquilidad de rodar por terreno conocido a la par que cuerpo y mente se iban adaptando a la nueva rutina. Francia siempre nos lo pone fácil, con todo tipo de servicios al alcance de la mano que permiten alargar las jornadas tanto como dure la luz del día y disfrutar del atardecer sobre la moto con la certeza de que en pocos minutos, como por arte de magia, aparecerá un lugar perfecto para descansar.
Próximo a la frontera suiza, Chamonix es un lugar de culto para los amantes del alpinismo y bien merece dedicar una tarde a encaramarse a la cima de la Aguille du Midi, que situada a 3.482 metros es un balcón sin igual desde donde admirar la grandeza del Mont Blanc en todo su esplendor y a la que se accede sin esfuerzo gracias al teleférico inaugurado para tal fin en el año 1955.
Sin salir de la cordillera alpina y siguiendo una serpenteante carretera de alta montaña cruzamos la frontera helvética y llegamos hasta Tachs, desde donde para acceder a Zermatt no queda más remedio que aparcar las motos y sacarse un billete de tren, puesto que en esta pintoresca localidad están prohibidos los motores de combustión interna.
Es obligado perderse por sus calles y si el día está despejado, tomar el tren cremallera que sube a Gornegrat con el único fin de admirar la grandeza del Matterhorn, una pirámide casi perfecta que pasa por ser la montaña más bella de Europa y donde se han escrito algunas páginas épicas de la historia del alpinismo.
Nuestro camino hacia Praga transcurre por tierras suizas y alemanas, es el azar el que nos conduce por algunos pequeños pueblos colmados de tranquilidad, que contrastan con la vorágine turística de las jornadas anteriores. Son lugares con encanto para el viajero, sin ningún estrés derivado del tráfico y donde el solo hecho de realizar las actividades cotidianas se convierte en un placer.
El puente de Carlos sobre el río Moldavo, convertido en un expositor para los artistas de la calle, es quizá la imagen más conocida de la capital de la República Checa, la primera gran ciudad de nuestro viaje que ha pertenecido en algún momento de su historia al área de influencia soviética.
Recorriendo Polonia
Nuestra ruta se adentra en Polonia para llegar a Cracovia. Nos alojamos a las afueras, en una residencia de estudiantes, será la única ocasión en todo el viaje en que pernoctemos dos noches en el mismo lugar. La lluvia por vez primera hace su aparición y nos dirigimos a Wielczka, una localidad cercana, para visitar una mina de sal en funcionamiento desde el siglo XIII que en su mayor parte se ha visto reconvertida en museo. En su interior todo está hecho del preciado mineral, las escaleras talladas en las galerías, las esculturas, incluso una cripta que ha sido transformada en templo. Cuenta la leyenda que de un modo mágico la princesa Kinga atrajo la sal a ese lugar desde los reinos aledaños.
A poca distancia, otro museo nos espera, en este caso podría definirse como del horror, del dolor y de la ruindad humana; no es otro que el campo de concentración de Auschwitz, donde más allá de los vestigios del holocausto, son las historias personales contadas con suma delicadeza por los guías locales las que verdaderamente nos estremecen.
En Polonia, recorrer las carreteras principales se convierte en un reto para los motoristas, el paso del tiempo, el tráfico pesado y la falta de mantenimiento han hecho que el asfalto se hunda y se hayan formado grandes surcos en la vía. Es una conducción estresante, con mucho tráfico, donde no se respeta la señalización y en cada adelantamiento el arcén se convierte en un improvisado carril adicional.
Muy cerca de la frontera sur de Lituania se encuentra Vilnius, su capital, la segunda ciudad más poblada de las republicas bálticas, un lugar afable para el turista que combina modernidad con un bonito casco histórico de origen medieval.
Nuestro camino continúa dirección norte, decidimos abandonar las carreteras principales que unen las capitales y circular próximos a las fronteras de Bielorrusia y Rusia. Es una ruta que combina carreteras secundarias sin apenas tráfico y pistas sin asfaltar en buen estado.
Los kilómetros transcurren entre bucólicos paisajes de bosques y lagos por una zona prácticamente despoblada, el serpenteo de las pistas y la ausencia de indicadores de población nos hace completamente dependientes del GPS, de vez en cuando atravesamos alguna zona rural y la gente agita las manos para saludarnos. Ni siquiera el temor a quedarnos sin gasolina o sufrir una avería en un lugar donde seríamos incapaces de establecer otra comunicación más allá de la gestual es capaz de quitarnos la sonrisa de la boca, son quizá los momentos más intensos del viaje.
Nuestra ruta vira al este, apenas a un suspiro en dirección opuesta y con cierta tristeza dejamos San Petersburgo; la exigencia de un visado para entrar en territorio ruso y lo que ello conllevaba, una concreción en las fechas de estancia, la necesidad de unas reservas hoteleras, etc… hizo que en su día descartáramos este añorado destino.
Objetivo cumplido
Tras 12 días y 4.776 km alcanzamos Tallin, el lugar que puso nombre a nuestro viaje. Me pareció una ciudad hermosa y seguramente lo es, amurallada, bañada por el Báltico y con ciertas reminiscencias de su pasado soviético. Lo cierto es que con la euforia propia de haber alcanzado el punto más lejano de la ruta, cualquier destino habría sido igual de perfecto para brindar por lo vivido antes de poner rumbo al sur.
De camino a Riga nos encontramos con un grupo de moteros locales que no dudaron en acercarse a saludarnos. Aunque apenas hay motos en esta parte de Europa, resulta emocionante ver cómo fluye esa empatía, universal diría yo, que existe entre todos los que amamos el mundo de la moto.
En Ratslamedio, plaza del Ayuntamiento de Riga, sin embargo, el destino quiso recordarnos que el feeling con la Policía es bien distinto y, aunque pudimos sacarnos unas fotos con las motos sobre la acera, lo de comernos un helado le debió parecer excesivo al agente que vigilaba la zona, así que cuando enfiló camino hacia nosotros libreta en mano y con cara de pocos amigos, decidimos coger nuestras monturas y poner tierra de por medio.
Bordeando el enclave ruso de Kalinigrado nos adentramos de nuevo en Polonia, en esta ocasión por la región de Masuria, un lugar idílico para el descanso, poblado de bellos parajes en los que predominan los lagos. En el norte, con un impresionante casco histórico construido alrededor de la desembocadura del río Mostlawa, Gdansk es la mayor ciudad portuaria del país y el paseo del muelle es, sin lugar a dudas, uno de los paisajes urbanos más bellos que he conocido. Posee el dudoso honor de ser el lugar en el que algunos historiadores sitúan el incidente que desencadenó la Segunda Guerra Mundial.
Apenas quedaba tiempo para un último capricho, recorrer la península de Hel, un apéndice sobre el Báltico de 35 km de largo y 300 metros en su parte más ancha y en cuyo extremo se halla un pequeño pueblo pesquero con el mismo nombre, y aunque la lluvia arreciaba no quisimos dejar pasar la oportunidad.
El viaje de vuelta, con el cuerpo adaptado a la rutina diaria de montar en moto y con el tiempo apremiando por el final de las vacaciones, fue un continuo rodar y, aunque seguramente nuestras motos no hayan sido especialmente diseñadas para este uso, gozan de la virtud que más aprecia un viajero, que no es otra que la fiabilidad; nuestra única preocupación durante todo el viaje consistió en mantener los tanques llenos.
No hubo contratiempos más allá del intenso diluvio que nos acompañó durante nuestro paso por Bélgica, que nos obligó a rodar en una continua nube de espray sobre una autopista inundada que comprometía bastante la seguridad. Por fortuna al día siguiente un intenso sol presidía el cielo y nos permitió cruzar Francia de punta a punta, en una etapa maratoniana de más de 1.000 km, la más larga.
Como todos los viajes, este también llegó a su final; sin embargo, no sabría decir cuántas veces desde entonces los recuerdos sobrevenidos alimentan mi ego y me hacen sentir de nuevo dibujado en la última viñeta de aquel cómic, rodando en paralelo junto a ella por una carretera sin final, mientras en un gran letrero sobreimpresionado se lee: Continuará…