¡Llegamos a DF!

Un paseo por los alrededores revela una ciudad contaminada pero viva y multiforme. Es espantosa y al mismo tiempo bellísima, un sueño dulce y un infierno perfecto. Llena de rostros, de gestos, de pasos. De todas las razas, de todas las condiciones y edades. Con todos los afanes, los deseos, las esperanzas y los desengaños. Es la ciudad hispanohablante más poblada. La urbe más grande de América. El Aleph con todos los espejos posibles. Es México Distrito Federal. He buscado alojamiento por Internet. El hotel Fabiola es el más barato de Ciudad de México. 21 dólares la habitación doble, céntrico y con garaje incluido. Cuando llegamos descubro la razón. Es un meublé, un motel por horas, una casa de fornicio rápido. El recorrido por el pasillo ofrece una sinfonía de jadeos en estéreo. Pero no me importa. Las ha­bitaciones son pequeñas pero están limpias, al menos a primera vista. Una cama grande, un baño y una tele que no voy a usar. La ventana da a un patio trasero pero no me preocupan las vistas. Viajando en moto­cicleta siempre tengo las mejores vistas durante el trayecto. Mientras estoy en el cuarto desempacando el equipaje, en el contiguo está desatada la batalla carnal. Un empleado se acerca. Es un chico joven, chaparro, oscuro, quizá procedente de alguna lejana sierra. Golpea la puerta y los jadeos cesan, interrumpidos los amantes en plena agonía. El muchacho grita. —¡Caballero, el cuarto ha vencido! Me cuesta entender al principio que lo que quiere decir es que las horas pagadas de alquiler del dormitorio han pasado ya. —Ya va, ya va—exclama una voz masculina desde el interior. Cuando el empleado del hotel se aleja por el pasillo, los jadeos entonan de nuevo su placentera y ruidosa serenata, ajenos al mundo y también al tiempo. El amor en los tiempos del hotel Fabiola. La Virgen de los Remedios

  México DF tiene muchas historias. Es imposible recogerlas todas. Por eso creo que basta centrarse en una y sacarle el jugo a lo particu­lar para comprender algo de lo general. Soy de la opinión de que más vale sentarse un buen rato en una humilde calle de una gran ciudad para comprender su alma que intentar recorrerla entera. Y la historia elegida es la de la Virgen más antigua de América: la diminuta Virgen de los Remedios, que vino con la expedición de Hernán Cortés. Una Virgen peleada con la Virgen de Guadalupe, la patrona del país, mucho más conocida al ser la imagen que portaban los insurgentes comandados por el cura Hidalgo en la guerra de la Independencia. Los realistas en cambio le enfrentaban la de los Remedios. Por eso se la llama también la Generala. Según la fabulosa crónica de la conquista de la Nueva España es­crita por el soldado raso Bernal Díaz del Castillo, en 1535, los es­pañoles ya estaban en Tecnochtitlan, invitados o al menos tolerados por un Moctezuma que consideraba a Cortés el enviado de los dioses del que le habían hablado tiempo atrás las profecías. En ausencia de Cortés, su lugarteniente Pedro de Alvarado desató una matanza pre­ventiva de líderes aztecas ante el temor de ser atacados. Esto, lejos de evitar el peligro, provocó una respuesta armada indígena que obligó a los menos de mil españoles acuartelados a escapar de la ciudad por la calzada Tacuba. México-Tenochtitlan estaba entonces en una isla lacustre. Al intentar vadear el lago, fueron sorprendidos y la sigilosa fuga se convirtió en carnicería. Seiscientos españoles murieron aquella noche y unos dos mil de sus aliados txalcaltecas. Fue la Noche Triste.

Dicen que en esa ciénaga se quedó el tesoro de Moctezuma. Los que apreciaban más la vida que el oro, perdieron este pero salvaron aquella. Quienes invirtieron la ecuación dejaron las dos cosas en el lago. Pero hubo un soldado que cargaba con un tesoro muy diferente y no estaba dispuesto a que se perdiera. Se llamaba Juan Rodríguez de Villafuerte y había traído una pequeña Virgen desde España, una de esas llamadas castrenses, hechas para ser portadas en campaña. La suya no medía más de 27 centímetros. Pero no iba a dejar que cayera en manos ene­migas, de modo que la escondió (él u otro de sus compañeros) bajo un cactus. Años después fue encontrada por un indígena, quien la veneró en secreto hasta que su tesoro dejó de ser secreto y los miles y miles de fieles le levantaron un altar que acabaría convertido en la magnífica basílica de Naucalpan.

El trayecto hasta Naucalpan me permite sufrir el peor tráfico vivido nunca. Un ambiente denso y sucio nos rodea, se mete en los pulmones y ensucia la ropa. El humo de cientos de miles de vehículos se agolpa a pocos metros del suelo y ningún viento lo diluye. Está ahí, como una losa grisácea y pesada. Avanzar lentamente dentro de este magma gaseoso es un suplicio que yo resisto a duras penas en mi calidad de huésped breve, pero una larga condena de la que es imposible escapar para los vecinos de esta urbe convertida en infierno y prisión.

El sacerdote accede a bendecir mi moto. Es una costumbre que ten­go. Cuando visito un templo, si tengo ocasión, me agrada que bendigan mi montura. Es un símbolo y un rito que añade un toque espiritual a un vehículo que tiene algo más que piezas ensambladas. Para mí las motos tienen alma. Cuando el párroco termina, pregunta qué me ha llevado hasta aquí. Le comento que el interés en conocer a la Virgen porque sé que es la más antigua de América.

—Uy, sí —exclama con júbilo al comprender que conozco algo de la Virgen de su iglesia—, la trajeron con la expedición de Cortés y la pusie­ron en el altar del templo mayor de Tenochtitlan, allá donde los aztecas sacrificaban a los prisioneros.

Me vienen al recuerdo las tremebundas imágenes descritas por Ber­nal Díaz del Castillo sobre hecatombes, torturas y asesinatos rituales que los mexicas realizaban con los prisioneros españoles.

“Como cada día veía llevar a sacrificar a mis compañeros y había visto cómo los aserraban por los pechos y sacarles los corazones bullendo, y cortarles pies y brazos, y se los comieron a los 62 que he dicho, temía yo que un día me habían de hacer lo mismo”.

En el tiempo que llevo en México, nadie había hecho referencia antes a los sacrificios humanos practicados por los aztecas. Pero en cuanto hay ocasión, recibo por parte de las gentes más sencillas reprimendas retroactivas por la avaricia y crueldad de un Cortés a quien nadie ha dedicado una miserable estatua en DF. Ha pasado a la historia oficial mejicana como el gran villano, olvidando interesadamente que si un hombre con menos de 800 hombres bajo su mando pudo derrotar a todo un aguerrido imperio fue porque el resto de los pueblos indios lo usaron contra sus verdaderos enemigos: los aztecas de Moctezuma, a quien su propio pueblo lapidó cuando lo creyeron cómplice de los españoles. En 1520 no vivían en el mejor tiempo posible, sino bajo un régimen feudal de terror y esclavitud.

Con total convicción he oído decir que a Moctezuma le dieron tor­mento quemándole los pies o que lo mató el mismo Cortés cuando es rigurosamente inexacto. Se trata de una mitificación. Me resulta paradójico comprobar que el ciudadano mejicano piensa que el Gobierno, cualquier Gobierno, le ha estado mintiendo sistemáticamente duran­te setenta años, pero sin embargo, ese mismo mejicano escéptico, abrumado por la corrupción, la inseguridad y la crisis económica, no desconfía ni de una coma del relato histórico construido durante esos setenta años por ese mismo Gobierno del que no se cree una palabra en el resto de los asuntos.

Estando tan íntimamente acendrada esta tergiversación histó­rica, que ha acabado calando incluso en algunos españoles, es absurdo pretender rebatirla. Hay que convenir que al mejicano medio no se le puede convencer de lo contrario. Sería tanto como intentar mudar su esencial cultural. Por eso creo que tampoco es conveniente el intentarlo y que lo procedente es aceptarle tal cual es por cuanto el convencimiento de haber padecido en propia carne injusticias por los españoles, de los que desciende al menos tanto como de los indígenas origi­narios, no le resta un gramo de sincera amabilidad y simpatía hacia el extranjero.

Tal vez por eso no intento contar nunca toda la historia ni dar cabida a todos los relatos y matices y me conformo con contar solo una pequeña historia que permita comprender mejor el todo fijándonos solo en la parte. Como creo que puede ocurrir transcribiendo el cuentecito de la Virgen de los Remedios de la basílica de Naucalpan. ­

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