La Ruta Mainumbí, I parte: El origen de todo

Lo cierto es que me han hecho esa pregunta tantas veces que tengo un discurso más o menos preparado: que si la moto te pone en contacto con el entorno como ningún otro vehículo; que si la moto es una fábrica de sueños; que si al viajar en moto eres más permeable a los graduales cambios del mundo a tu alrededor, a la temperatura, a los olores, a la gente y sus historias; que si el vértigo en cada curva y la sensación de infinita libertad en las rectas interminables... Pero me daba a mí que si respondía aquello a aquella señora que desgranaba choclo a la puerta de su kiosquito, me tomaría por un loco. Bueno, quizá lo estoy. Lo estoy, no me cabe la menor duda.

Si no, ¿qué diablos estaba haciendo en aquel lugar remoto de Perú, roído por el sol rabioso y apunado por el mal de altura, con esa moto que se arrastra como una babosa, sorbiendo aquella Inca Cola caliente a la puerta de aquel polvoriento kiosco del Apocalipsis? “Porque estoy loco, señora. Porque estoy mal de la cabeza”.

Unos meses atrás, me encontraba sentado en una aséptica sala decorada con los colores corporativos de Mutua Madrileña, reunido con su equipo de marketing. Nos conocíamos bien: el año pasado habían apoyado Proyecto Suraj, una enloquecida aventura de siete meses siguiendo la estela de niños nepalíes esclavizados en circos de India a lomos de una gigantesca Tiger Explorer (N. del R.: Publicada por entregas entre los SM30 369 y 372). La reunión era distendida. Quería presentarles una nueva aventura. Mucho más lúdica. Con un carácter benévolo, divertido, sin perder el componente solidario pero sin la dureza de la realidad social que marcó mi viaje anterior.

“Hay una cosa que siempre me ha conmovido a lo largo de mis viajes: la sonrisa de los niños al verme pasar”, dije pasando una pantalla de mi PowerPoint. “Es un fenómeno universal y siempre muy bello. Las motos hacen felices a los críos, son como un imán para ellos”, expliqué. Iba a dedicar un segundo viaje a la infancia, pero quería de alguna manera hacer partícipes a los críos de mi aventura. Continué con mi disertación: “He preguntado a muchas personas a lo largo de mis viajes y he llegado a la conclusión de que, para una abrumadora mayoría de los occidentales, ese primer recuerdo imborrable de su niñez guarda una estrecha relación con aquella vez en que sus padres los llevaron al cine. No hablo de la primera película, porque esa seguramente se habrá olvidado en las brumas del tiempo. Hablo de la liturgia de acercarse a una sala de cine y presenciar la magia, por vez primera, en grupo, proyectada en una pantalla de plata. Sin embargo, en muchos lugares del mundo el cine ni ha llegado ni se le espera. ¿Por qué no se lo llevamos nosotros?”. El plan era arriesgado pero muy seductor: una moto, un piloto, veinte mil kilómetros de Latinoamérica llevando el cine a sus rincones más remotos, empleando la última tecnología digital. Sonido estéreo, un proyector con calidad Blue-Ray. Todo iría embutido en el top case de mi moto. Un pequeño cine sobre dos ruedas, operado con baterías.

La montura que iba a pilotar era otro de los ingredientes sorprendentes de este extraño cóctel que he llamado La Ruta Mainumbí. Fefa es la moto con la que di la vuelta al mundo: me acompañó a lo largo de más de sesenta países entre 2010 y 2012. Ha salido en dos de mis libros de protagonista principal.

Durante este periplo, vivimos un desigual y tormentoso romance. Se estropeó mil veces, me proporcionó instantes de éxtasis, volvió a fallar, hozamos juntos por el barro, le pegué un buen puñado de patadas, perdió muchos tornillos.

Nuestra relación fue inestable pero íntima e intensa. Necesitaba restaurarla e insuflarle una nueva vida, porque llegó renqueando a Madrid –de hecho, acompañado como estaba por cerca de setenta motos que vinieron a presenciar mi llegada, tuve que detenerme a doscientos kilómetros de mi destino final para limpiarle las bujías y purgar un carburador de un modo bastante humillante–. No se me ocurría que pudiera encontrar mejores cirujanos que la gente de IMM Rent&Tours y Molta Moto para ponerla a punto para la Ruta Mainumbí.

Metí la moto en una caja y la envié a Mallorca. Coco, Rafa y Carlos son los artífices de estas dos empresas, en las que la moto es un elemento de amor, de mimo y esmero. Desmontaron hasta su último tornillo, hicieron magia en sus entrañas, la recuperaron para mí. Un par de semanas más tarde, recibía un vídeo en mi WhatsApp en el que podía escuchar su corazón bombeando, sus tripas rugiendo. Era un sonido rotundo, profundo, visceral. Sonaba feliz y radiante, dispuesta a comerse el mundo otra vez si hiciera falta. ¿Por qué elegí esta moto para este viaje? Pues no lo sé. Por nostalgia. Para demostrar que cualquier moto vale para salir a conquistar el mundo. No es la flecha, es el indio. Para explicarle a la gente que lo único verdaderamente importante cuando emprendes un viaje es que, al aparcar la moto y alejarte, te gires y le sonrías.

Faltaba un ingrediente más para completar la aventura. Quería llevar a cabo una iniciativa que fuera sostenible, que dejara una huella imborrable en los rincones por los que iba a atravesar. Y se la propuse a mis patrocinadores. A pesar de que era absolutamente descabellada, les encantó: a lo largo de mis viajes, he constatado que la moto es el gran salvador de los países que luchan por emerger. Las motos transportan personas y bienes, llegan a lugares inaccesibles y proporcionan un servicio imprescindible a muy bajo coste. A lo largo de la Ruta Mainumbí, Mutua Madrileña, en colaboración con su fundación, haría llegar motos a distintas ONG situadas en lugares especialmente remotos o aislados. La moto les ayudaría a ampliar su radio de acción y a ser más operativas y versátiles. Fueron múltiples reuniones con varias ONG, y al final, el número de proyectos se redujo a seis, que decidieron mi ruta por el gran continente sudamericano. No tenía más que conectar esos puntos en el mapa: Paraguay, Perú, Honduras y Guatemala. Con un punto de partida evidente, Buenos Aires. Y un punto de destino especialmente poético: Los Ángeles, donde nacen los sueños.

El invierno era crudo en Madrid. Diez días antes de partir, mi casa sufrió una espectacular metamorfosis: aparté los muebles y comencé a cubrirlos con grandes lonas de plástico, las montañas de cámaras, soportes, ropa y cargadores empezaron a crecer en mitad del salón. No cesaban de llegar paquetes y más paquetes de contenido inverosímil. Mis amigos de 2TMoto me enviaron el nuevo y flamante mono de cuero Lindstrands. ¿Y la moto? La moto había llegado un mes antes desde Palma de Mallorca, pero yo no la había visto siquiera. Durante mis reuniones con CESAL, una ONG dedicada a la cooperación para el desarrollo en once países del mundo les había hablado de ella con nostalgia:

-Nosotros tenemos un taller que estamos arrancando para muchachos en riesgo de exclusión social aquí, en Madrid –me dijeron con un brillo entusiasmado en los ojos–. Nos encantaría hacer algo con tu moto. Quizá para que los chavales puedan practicar e involucrarse en el proyecto.

-Pero la parte mecánica ya está resuelta.

-No, nuestro taller es de tuneo, no de mecánica. Te la podríamos tunear.

Así que se nos ocurrió la estrafalaria idea de poner a Fefa en sus manos y los chicos, supervisados por la empresa DragonTT, impulsores del taller, la convertirían en... ¿en qué?

Dos días antes de partir, me acerqué a la nave de DragonTT en Toledo. Les había pedido que no me contaran nada de lo que le habían hecho. Quería toparme de bruces con la sorpresa. Solo les había dado unas indicaciones mínimas. Tenía que ser azul –el color de Mutua Madrileña– y debía reflejar el espíritu del viaje: una aventura por América Latina llevando buenos deseos a los niños del continente. Y no podían tocar su enorme depósito decorado en Pakistán durante mi vuelta al mundo, porque esa era su marca de identidad. En DragonTT estaban algo nerviosos por las vagas indicaciones, porque están acostumbrados, supongo, a que los clientes les rebatan hasta el último tornillo. A decir verdad, yo pensaba que habrían pintado el frontal y le habrían aplicado unas pegatinas. Mi sorpresa fue mayúscula al encontrarme una moto totalmente nueva. La Fefa era ahora un deslumbrante colibrí. Un par de días después, mis amigos de MotorbikeCargo.com me acompañaban hasta una nave en Torrejón de Ardoz para empaquetar la moto. Durante el camino, mi infiel compañera comenzó a ronronear de un modo muy sospechoso y, en mitad de la ajetreada autopista, se detuvo con una sucesión de desinflados petardeos. Fefa me ha acostumbrado ya a someterme a todo tipo de humillaciones en los momentos más trascendentales, y no iba a embarcar rumbo a Argentina sin ponerme las cosas difíciles. Por fortuna, localizamos la avería enseguida. En mi precipitación por montarle el GPS había dejado suelto el cable negativo de la batería. Nada que no pueda solucionar un destornillador. Y, como quien dice, al día siguiente, estábamos rodando por América.

Llevo ya cerca de tres meses recorriendo algunas carreteras inolvidables, pero los primeros kilómetros de un gran viaje son algo que no se borra tan fácilmente de las retinas del motero. Abandonar Buenos Aires es sencillo: las infraestructuras son soberbias y la ciudad está infinitamente menos saturada que el resto de las capitales de Latinoamérica. Al conducir hacia el norte bordeando el río, abundan los parques muy verdes en los que la gente pasa el rato ociosamente. La provincia de Entre Ríos surge después de un puente colosal y aparece la enorme llanura plagada de vacas. La carretera recuerda vivamente a una de esas interminables autopistas del Gran Sur de Estados Unidos. El clima se vuelve progresivamente más tórrido.

Desde enero de este año, el escritor y viajero Fabián C. Barrio está embarcado en un nuevo proyecto de viaje de aventura, que ha bautizado La Ruta Mainumbí. “Mainumbí” es el término guaraní para designar al colibrí, una avecilla que, según Barrio, “guarda muchas semejanzas con un motero: son pequeñas y en apariencia muy frágiles, pero cubren enormes distancias, son valientes y gregarias. Y, además, los dioses, al crearlas, les encargaron la difícil misión de llevar los buenos deseos de un lugar a otro. No se me ocurría mejor símbolo de esta expedición que el colibrí, la verdad. Además, son de aquí, de América”. Solo Moto 30 comienza una serie de reportajes de Fabián C. Barrio contando su periplo por Latinoamérica a lomos de una moto muy carismática y especial. La aventura puede seguirse a través de las redes sociales de Mutua Madrileña, el Club Soy Motero y www.mainumbi.es.Llega la frontera y con ella la vía se puebla de baches. Uruguay es una planicie inmensa de levísimas lomas. Todo es verde a mi alrededor. Grandes campos de soja y enormes manadas de vacas me acompañan a lo largo de 300 kilómetros. Montevideo está al final del camino. Como está asentada al final de una península y la puesta de sol tiñe de rojo intenso el puerto, por un breve lapso de tiempo tengo la sensación de que estoy llegando a Ciudad de Panamá. Sus calles me desconciertan: bien parece una prolongación de Buenos Aires, bien el corazón de una ciudad mexicana, bien una urbe del sur de Italia. Los precios me espantan. Me habían advertido de que la gasolina está a dos dólares el litro, pero todo lo demás tiene un coste que definitivamente no está en consonancia con la calidad. Llego al casco antiguo al atardecer, y su aspecto es engañosamente peligroso. Está sumido en la penumbra, apenas hay nadie por las calles. Pero al día siguiente los bulevares se pueblan de vida y la ciudad se revela como lo que es: una pequeña capital hogareña, tímida, algo demacrada. En contraste, los uruguayos son alegres, distendidos, habladores, joviales, y disfrutan de un sentido del humor muy especial: cínico, enrevesado, estratégico y muy seductor. Intento regresar a Argentina por el norte, pero en un asador a pie de carretera me disuaden. Como ya sé que voy a sufrir al adentrarme en los Andes, decido posponer el dolor y, sin que sirva de precedente, tomar la vía más fácil. Además, los precios son un cuarenta por ciento más bajos al otro lado del río. Así que me alojo en una casita particular de una anciana encantadora en la villa balnearia de Colón, ya en Argentina de nuevo. A la mañana siguiente la Ruta 14 se despliega ante mí. Y aparece el primer cartel que anuncia las cataratas a 749 kilómetros. La enorme y vibrante provincia de Misiones brama a mi alrededor. La carretera es impecable, y el entorno parece selvático, indómito, jurásico. La efervescencia de la naturaleza es de una belleza sobrenatural. ¿Cómo le voy a explicar a la señora que desgrana choclo a la puerta de su kiosco en una aldea de Perú todo esto?

“Porque estoy loco, señora. Porque estoy mal de la cabeza”.

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