Francia: La generación maldita

No se trata de países que como Gran Bretaña o Italia, y ahora España, abrumaron por su superioridad, sino de algunos que tuvieron su importancia, fueron destacados, pero a los que diversas circunstancias han apartado de las posiciones de dominio. Y empezamos hablando de Francia, que durante los años setenta fue una cantera de excelentes velocistas.

En 1975, Patrick Pons, con apenas 24 años, publica un autorretrato sobre su carrera deportiva y sobre su vida, un libro escrito al alimón junto al periodista Jacques Bussillet, Pari sur la chance (que podríamos traducir como ‘aprovechar la oportunidad’), en el que desgranaba cómo había sido su llegada a las carreras y su fulgurante proyección en el Mundial de Velocidad. Pons apenas había cubierto dos temporadas en los GGPP, y en 1974 había concluido tercero en las categorías de 250 y 350, mejorando el buen papel de Michel Rougerie, que un año antes había sido tercero en 250. Visto en la distancia del tiempo, este libro podría parecer algo presuntuoso por aquello de la limitada trayectoria de Pons, pero corresponde al impulso vital y pasional que sirvió de motor al motociclismo francés en aquellos años, permitiendo formar una de las mejores generaciones de velocistas de todos los tiempos.

Antes de 1970, la presencia del motociclismo francés en el Mundial era meramente testimonial. Su mayor gesta permanecía anclada en el pasado, en el GP de Francia de 1954, disputado en la pista de Reims. Aquel día, Pierre Monneret ganó las carreras de 350 y 500. Desde entonces, no se volvió a oír La Marsellesa en un podio del Mundial hasta el GP de España de 1969, en una lluviosa mañana de mayo, cuando Jean Aureal ganó la carrera de 125 en el Jarama. Los resultados más llamativos del motociclismo galo llegaban de la categoría de 500, donde pilotos como Christian Ravel o el visionario Eric Offenstadt aprovechaban la efectividad de las Kawasaki H1 500 para sacarle partido a un campeonato en el que Giacomo Agostini y MV Agusta lo acaparaban todo. Offenstadt, además de buen piloto, fue un imaginativo ingeniero que desarrolló la Smac, cuyo bastidor sorprendió por sus buenos resultados.

Pero en los años setenta entró en escena una generación de pilotos que revolucionarían la velocidad gala, la mayoría salidos de la Copa Kawasaki, un campeonato promocional puesto en marcha por el semanario Moto Revue en colaboración con el importador Kawasaki, donde se corría sobre las poderosas y rugientes Kawasaki H1. Además, la Federación Francesa creó los campeonatos Critérium, otra fórmula de promoción que contaba con tres categorías: 250, 500 y 750, motos de serie pero suficientemente potentes para descubrir a los que verdaderamente tenían cualidades. Pons fue uno de los talentos surgidos de la Copa Kawasaki.

El éxito deportivo y participativo de las copas de promoción fue total, y ese auge de la popularidad del motociclismo terminó reflejándose en el incremento del número de pilotos franceses en el campeonato. Y esto fue así gracias a la implicación de Sonauto, el importador francés de Yamaha, que se encargó de llenar las parrillas de la época con las nuevas TZ 250 y 350, y Gauloises, sempiterno patrocinador que ha acompañado a Yamaha durante más de tres décadas en el Mundial de Velocidad. Sonauto incluyó a Pons en su equipo en 1973. Para entonces, Rougerie ya formaba parte del equipo oficial Harley-Davidson, y le tocó apechugar con la responsabilidad de sacar adelante los resultados de la escudería italiana tras el fallecimiento de Renzo Pasolini en el accidente sufrido en Monza junto a Jarno Saarinen.

Rougiere llegó al Mundial de una forma más convencional, pero Pons irrumpió de sopetón. Entre sus primeras carreras en Francia y su debut en el Mundial, puntuando con regularidad, no pasaron ni dos años. Aquello provocó un efecto llamada y el Mundial se llenó de franceses. En los años setenta, Francia tenía más pilotos en pista que ningún otro país. Algunos se concentraron en la velocidad pura, pero otros muchos terminaron especializándose en resistencia, de gran tradición en Francia. No en vano, de allí procede la carrera más antigua de la especialidad, el Bol d’Or, que en 2011 cumplirá sus 75 ediciones. Nombre míticos en la resistencia como Christian Leon procedían de la velocidad, donde logró resultados más que destacables a lomos de la Kawasaki H1R y la König 500 antes de volcarse con las carreras de resistencia y formar una mítica pareja junto a Jean Claude Chemarin.

Junto a Rougerie y Pons, mediada la década, ya habituales de los podios en los GGPP, otros pilotos franceses comenzaron a hacerse un hueco en el Mundial de Velocidad: Jean Francoise Baldé, Jean Louis Guignabodet, Olivier Chevallier, Patrick Fernández, Eric Saul, Gerard Choukroun, Thierry Espie, Christian Sarron, Guy Bertin, Christian Estrosi, Jacque Bollé, Patrick Plisson, Alain Michel, Jacque Hutteau, Bernard Fau, Jean Claude Selini, Raymond Roche, Marc Fontan… La lista es interminable, y a todos ellos les une algo en común: prácticamente todos ellos subieron a un podio, y muchos ganaron carreras.

Pero lo sorprendente de esta historia es que al motor de esta generación, a Patrick Pons, se le resistía el triunfo. De hecho, Pons nunca llegó a vencer en un GP, pero le cupo el honor de ser el primer francés en ganar un título mundial. Pons se impuso en el Mundial de 750 en 1979, consiguiendo desquitarse de la mala fortuna que le había acompañado durante los años anteriores, en los que sufrió varios serios accidentes. Sin mucha fortuna en las otras categorías, Pons se concentró en 750, donde tuvo que pelear contra Michel Frutschi y Johnny Cecotto, imponiéndose en el tramo final del campeonato.

El título de Pons era una recompensa a casi una década de esfuerzos, con muchos pilotos brillando a altísimo nivel pero sin llegar a triunfar plenamente. Los que más cerca estuvieron fueron Rougerie, subcampeón de 250 en 1975 -pese a conseguir más puntos brutos, Walter Villa, su jefe de filas, le arrebató el título por mayor número de puntos netos-; Alain Michel, subcampeón de Sidecares en 1978, y Patrick Fernández, subcampeón de 350 en 1979. Pero el título se sentía cada vez más cerca.

La generación maldita

Pero hay, desgraciadamente, otro denominador común para esta generación, y es el destino trágico de muchos de ellos. En los primeros años de la década de los ochenta, el motociclismo galo sufrió una sucesión de tragedias. En 1980 muere Chevallier en la Moto Journal 200, una carrera de pretemporada disputada en Paul Ricard; Pons fallece atropellado por Rougerie en Silverstone, durante la carrera de 500 del GP de Gran Bretaña; Leon muere durante unas pruebas de la Suzuki de resistencia, y Jean Bernard Peyré, otra referencia en la resistencia, fallece en accidente de tráfico. En 1981, Rougerie, buen amigo de Ángel Nieto, fallece arrollado por su compañero Roger Sibille en el Gran Premio de Yugoslavia. Nieto no se pudo quitar la imagen de la muerte de Rougerie de la cabeza, y salió a pista desconcentrado, sufriendo también un accidente, afortunadamente sin consecuencias. Choukroun, que había abandonado las motos por el automovilismo, muere en 1983 en una competición. Difícilmente se puede encontrar una situación similar en ningún otro país. En cuestión de tres años escasos, desaparecen buena parte de los miembros de esa generación.

Incluso la mala suerte sigue cebándose en pilotos con gran porvenir, como Christian Sarron, que tras un explosivo debut en 1977 sufrió dos serias lesiones que estuvieron a punto de apartarle de la competición. Todo hacía que las cosas parecieran mucho más complicadas. Baldé, a lomos de las exitosas Kawasaki KR 250 y 350, está al borde de la victoria tanto en 250 -subcampeón en 1981- como en 350.

Sorprendentemente, el primer triunfo llegó de forma inesperada. Un modesto empleado de correos que se había lanzado a la competición con sus Yamaha privadas, probando fortuna en 750, y posteriormente en 250 y 350, con poco éxito, Jean Louis Tournadre, se convierte en una de las sorpresas de 1981. Pero sería al año siguiente cuando daría una auténtica campanada. Aquel año el GP de Francia se disputaba en Nogaro, e iba a ser la primera cita europea para la categoría de 250. Nogaro ya había sido escenario del Mundial en 1978, pero cuando los pilotos llegaron a la pista en 1982, ésta no reunía las condiciones adecuadas y se produjo un boicot a la carrera que no secundaron los pilotos franceses. Tournadre ganó la prueba de 250 con su modesta TZ 250, y con una portentosa regularidad se mantuvo a la cabeza del campeonato, en pugna con Anton Mang y su Kawasaki KR oficial. Al final, la constancia de Tournadre le dio el título por un solo punto de ventaja sobre Mang, consiguiendo así el primer título para Francia.

Un año después resurge Sarron, logra el subcampeonato de 250 y los franceses repueblan las posiciones de privilegio del Mundial de 250. Hay seis franceses entre los once primeros de 250, Marc Fontan y Raymond Roche son sexto y décimo en el Mundial de 500, y Jean Claude Selini, sexto en 125. En 1984, Sarron gana con autoridad el Mundial de 250, arropado por los últimos resistentes de la generación maldita: Baldé, Bertin, Espié y Fernández.

El título de Sarron marca el momento de inflexión en la velocidad gala. Sarron sube a 500 para, por fin, disponer de una moto oficial, pero su regreso a la clase reina -protagonizó un accidentado periplo entre 1979 y 1981- coincide con el auge de los pilotos norteamericanos, que capitalizan todo el protagonismo. El estilo ortodoxo de Sarron no casa con la forma de llevar una 500, pero hay ocasiones en las que el piloto francés desgrana todo su fino estilo, como en la mítica carrera de Hockenheim, donde impresiona con su pilotaje pulcro, de tiralíneas, sobre la pista mojada. Se le señala como el rey de la lluvia, aunque en la siguiente cita en mojado, Assen, echa por tierra -nunca mejor dicho- su prestigio al llevarse por delante a Freddie Spencer en una frenada.

Son años en los que Francia está en manos de los Sarron, del mayor, Christian, en 500, y del menor, Dominique, en 250, que no tuvo el acierto de su hermano, ni él ni sus compañeros de generación, los Ruggia, Mattioli o Igoa. Hay resultados sueltos, pero ya no queda nada de esa generación asombrosa.

Baldé y Bertin estuvieron en el Mundial hasta 1988 -Baldé había debutado en 1973, nada menos-, y Sarron aguantó en 500, no sin dolor, marcado por las caídas y con esa apariencia frágil que siempre le acompañó, hasta 1990. Alain Michel, en su insólita aventura en Sidecares, ganó el tercer Mundial para Francia en 1990, y se retiró un año después. Fueron los últimos representantes de esa generación maldita. Roche se encargó de entonar un hermoso canto del cisne, coronado campeón de Superbike en 1990, y logrando el subcampeonato en las dos siguientes temporadas, alcanzando su cénit en lo que estaba destinado a ser el ocaso de su carrera. El motociclismo galo en los GGPP se terminó diluyendo, como si hubiera vuelto veinte años atrás.

Al final se hizo necesario reinventar de nuevo la historia. La Federación Francesa, consciente de la situación crítica de la velocidad gala, puso en marcha el proyecto France Espoir, del cual saldrían Régis Laconi y Olivier Jacque como alumnos aventajados. Pero resultó un experimento incompleto, porque no arrastró una generación tras de sí. Laconi y Jacque se convirtieron en los pilotos galos de referencia, pero sin el peso de la historia pasada. Jacque terminaría ganando el título de 250 en 2000, en uno de los finales de campeonato más emocionantes que se recuerdan. Laconi alcanzó sus mejores días en SBK. Después, Arnaud Vincent en 2002 y Mike di Meglio en 2008, volvieron a dar sendos títulos al motociclismo francés, los dos en 125, pero sus éxitos son como remotas islas perdidas en un océano, restos de un continente que desapareció engullido por el tiempo.

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