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Escocia: Paraíso verde

Tras unos días de retraso por asuntos de la prepara­ción de la moto, partí a las seis de la mañana para así evitar el calor veraniego de Madrid. El primer día transcurrió por auto­pistas en dirección a Calais, donde cogería el tren que me llevaría por el Eurotúnel a través del Canal de la Mancha a Inglaterra. Por supuesto, tuve la oportunidad de estrenar el impermeable, ya que da igual la temporada del año, siempre que paso por Francia, esta me recibe con abundantes lluvias.

Tras 1.300 kilómetros de autopis­tas y dejando atrás París, pernocté a unos doscientos kilómetros del objetivo, en la A-1 francesa, en un hotelucho de carretera del estilo de los Fórmula 1.

La mañana del segundo día después de comprar el billete en Calais, algo que recomiendo hacer por Internet con anterioridad, pues es más económico, subí al tren con las otras motos que estaban en el andén. El Eurotúnel es rápido y práctico, aunque la idea de tener miles y miles de metros cúbicos de agua de mar sobre ti no es muy tranquilizadora.

Después de desembarcar en Inglaterra y, tras unas cuantas horas de viaje, suficientes para habituarme a conducir por el lado equivocado de la carretera, lle­gué a Blowburn, donde tuve mi primera experiencia en un “Bed & Breakfast”, un alojamiento típico de Reino Unido en el que se ofre­ce cama y el clásico desayuno inglés. Estos van de las 20 a las 40 libras, pero se puede negociar y mirar unos cuantos antes de deci­dir. Siempre hay cuatro o cinco en las inmediaciones de cada núcleo urbano.

Pese a no estar todavía en Escocia, el dueño del B&B, George, criado en Edimburgo, alardeaba de su origen y de que él, de desayuno inglés nada, que él me lo prepararía escocés, si bien no aprecié mucha diferencia entre desayunos a lo largo del viaje. Eso sí, cuidado al pedir desayuno en Escocia, porque al decir “English Breakfast” cambia la cara de un escocés en un momento.

Sin duda, los B&B son la mejor forma de conocer e interactuar con la gente del lugar. Para este viaje adquirí previamente un GPS, elemento indispensable, cuya característica más útil durante el viaje fue que al terminar las jornadas me ayudó a encontrar hostales y B&B empleando más o menos tiempo en la tarea, pues a partir de las seis de la tarde suelen estar a plena ocupación.

Un pequeño susto

El tercer día llegué a Stirling, donde encontré un hostal, el Willy Wallace Hostel. Lo último que espe­raba era estar jugando hasta altas horas de la madrugada al chinchón con españoles, franceses, america­nos, noruegos y un japonés.

Tras un par de días a caballo entre Stirling y Edimburgo para visitar algunos de los múltiples castillos y monumentos, como el de William Wallace, con sus 246 escalones, que con botas, casco y chaqueta se convierten en todo un reto. Eso sí, las vistas al llegar a la cima mere­cen la pena. Continué la escalada hacia el norte, tras pasar Stirling. Según se avanza, el cambio en el paisaje es espectacular, cada vez más y más verde, y los núcleos urbanos se hacen progresivamente más pequeños y dispersos.

Merece la pena pasar por la zona de Carngagarns National Park. Continúe por la costa y pasé por Aberdeen, donde tuve el susto más destacable del viaje: saltó a mi paso un corzo que no pude esquivar y que golpeé a una velocidad de unos 60/70 km/h.

Al verlo aparecer, sólo pude apre­tar con las piernas el depósito y sujetar firmemente el manillar. Tras el impacto, la moto se sacudió, pero por suerte no perdí el control, el susto quedó en una historia que contar sin daños para mí ni para el corzo ni la moto, y en una buena dosis de adrenalina y alegría.

Para rematar las jornadas de faenas, al día siguiente se me cayó la moto al suelo en para­do, con la mala suerte de que se partió el retrovisor izquierdo. Afortunadamente, tras diez minutos de marcha y con el ánimo tocado, encontré un taller de motos en Ardgay, donde el mecánico Paul lo consiguió pegar con Superglue y algo de resina Epoxi, materiales que no olvidaré llevar en futuros viajes. El arreglo fue de diez, ya que el retrovisor pasó la ITV española al final del viaje.

Para recuperar el ánimo, nada mejor que cenar un “Fish & Chips” sentado frente al puerto de John O’Groats, extremo más al norte de Escocia, frente a las islas Orkne y Shetlands. Sin duda fue un fin de día espectacular, tras empezarlo con el culo en el asfalto, niebla y lluvia.

Valles, montañas, lagos y castillos

La parte que más disfrute de todo el viaje fue la bajada por el lado oeste de Escocia, desde Durness, Ullapool, isla de Skye, etc. Este recorrido es el que mejores paisa­jes y carreteras ofrece, cada vez más verdes y con gran cantidad del bonito cardo escocés, uno de los símbolos nacionales. Entre valles, montañas, lagos y castillos, pasé embutido en el mono de agua y a remojo un par de días.

Antes de la ruta por la isla de Skye, tuve otra gran experien­cia en cuanto a alojamiento. En Lochcarron encontré el B&B de una señora llamada Brenda. Llegué justo cuando se iban sus hijos y sus dos nietos; me estuvo contando sobre su familia, ense­ñándome fotos, relatándome histo­rietas de la zona, preguntándome por la moto, etc. Sin duda, una gran forma de practicar inglés.

Tras la isla de Skye, después de visitar el famoso castillo de Eilean Donan, comencé a dar la vuelta al Loch Ness, aunque, aparte de todo el marketing con el monstruo, no es ni mejor ni peor que otro de los muchos lagos que vi por el camino. También es verdad que la luz no acompañaba y es uno de los facto­res que hacen destacar el paisaje escocés. A pesar de ello, me pare­cía algo obligado de ver en el viaje.

Especialmente destacable fue la isla de Mull, a la que sin duda volve­ría, y donde cogí el primer ferry con la Ninja. Tras unas horas de espera, pues había llegado a la hora en que la gente del ferry se iba a comer, que, por otra parte, me sirvieron para que escampase y poder reco­rrer la isla sin una sola nube al ace­cho. Esta isla tiene unas preciosas carreteras pegadas al mar, puentes de piedra y ovejas por todas partes. Todo ello hizo que se convirtiera en una gran experiencia.

Aprovechando el paso por Heysham, dudé si tomar el ferry a la Isla de Man o, como finalmente hice, tras unas horas más de carretera, cogerlo en Liverpool para no per­der un día, una de las ventajas de ir motorizado. Después de un registro de equipaje antes de embarcar y esperando con un grupo de siete rusos con sus correspondien­tes Tigers 800, embarqué en el “Manannan”, un impresionante ferry propulsado por dos imponentes tur­binas y con una gigantesca bodega. Ya de noche, llegué a la isla y con­seguí habitación frente a la playa, cerca de la terminal.

La visita a la Isla de Man estuvo bien, aunque algún día tendré que volver para ver las carreras. Tras esta visita y desembarcar en Liverpool fui bajando hacia Gales, Cardiff, Bristol, llegué a Plymouth, haciendo unas jornadas intensivas de autopistas, con el fin de tomar otro ferry para cruzar el Canal de la Mancha en dirección a Roscoff, en la zona que los franceses llaman Finisterre, en la Bretaña francesa.

Desembarqué en este pequeño puerto para ir descendiendo hacia Nantes, Bordeaux, y de nuevo a España por la frontera vasca y, por último Madrid, tras aproximada­mente 8.000 km.

Magnífico viaje, muy recomenda­ble para los que les guste disfrutar de su moto en la carretera y cono­cer bonitos paisajes.

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