Escapada motera por Jerez y la Costa de la Luz

Jerez suena a caballos, a vino, a alegría de vivir y gozar. Caldos excelentes son la sangre que bombea el corazón de una bella ciudad con mucha historia y una tarjeta de presentación mundial, su míti­co circuito, que año tras año nos atrae para la gran fiesta del moto­ciclismo español. Feliz combina­ción para disfrutar. Pero Jerez no es solo bodegas, flamenco o caballos, es también una ciudad con un rico patrimonio monumental bastante desconoci­do, con una interesante artesanía y una gastronomía a la altura de las mejores. Comenzamos la escapada acer­cándonos al hito de la competición motociclista patria por excelencia, 4.428 metros de asfalto y 15 cur­vas que nos llenan de adrenalina cada primavera. En los años sesenta, grandes figuras del motociclismo como Ángel Nieto, Ricardo Tormo, Marco Lucchinelli o Barry Sheene corrieron por las calles jerezanas en el Trofeo de la Merced. Esta tradición deportiva hizo que en 1985 se inaugurara el circuito permanente de Jerez, que se con­virtió rápidamente en una de las pistas más famosas de Europa. Un año más tarde se celebraría el primer Gran Premio de España de Motociclismo, cita ineludible des­de entonces para los que llevan gasolina por las venas y el corazón le late a pistonazos. Tras visitar las instalaciones ponemos rumbo a la ciudad, de la que apenas nos separa una dece­na de kilómetros. Una ciudad histórica

  Entrar en Jerez es hacerlo en la historia. Primero nos reciben las bodegas, después cruzamos al recinto amurallado donde las rue­das pisan calles señoriales jalo­nadas de palacetes y acabamos aparcando a los pies del Alcázar, donde iniciamos el paseo para saborear despacito cada rincón de esta belleza andaluza. La importancia de Jerez como ciudad fronteriza hizo que en el siglo XII los almohades constru­yesen una muralla de aproxima­damente cuatro kilómetros de perímetro. El Alcázar, protegido por varias torres de diferentes siglos y cons­trucciones, alberga en su interior los Baños y la Mezquita. La mez­quita y la catedral funden su pre­sencia como en tantos otros sitios de España, donde los lugares santos pasaron de unas manos a otras y cada cual edificó según los cánones de su religión. De la época musulmana queda el patio de entrada, el alminar para la llamada a la oración, un pequeño patio para las abluciones rituales y la sala de oración con el mihrab. El conjunto fue transformado en capilla de Santa María cuando Jerez fue ocupado en 1255 por las tropas cristianas, posteriormente arrasado por la revuelta mudéjar y el exterminio de la guarnición cas­tellana y finalmente restaurado en 1264 con la reconquista cristiana definitiva. La mezquita mayor almohade se transforma entonces en igle­sia mayor de Nuestro Señor San Salvador, hoy catedral. La construcción que duró varios siglos se sufragó parcialmente con las rentas del vino, de ahí la tradición de celebrar en la fachada principal la pisa de la uva y bendi­ción del nuevo mosto al comienzo de cada vendimia. El templo se terminó a finales del siglo XVIII combinando elementos arquitectónicos que le dan armo­nía y equilibrio en su monumenta­lidad exterior y riqueza decorativa interior. Desde la catedral seguimos caminando, dejándonos embele­sar por las muestras de grandeza económica de una ciudad que ha sido próspera gracias a sus viñe­dos, disfrutando de palacios de señorío en calles adoquinadas. Entre ellos destaca el Palacio Domeq, edificio del siglo XVIII hoy icono del barroco civil jerezano.

Volvemos a la moto, encandila­dos y remoloneando, pero es que aún hay mucho que ver hoy. Arrancamos y nos vamos camino del mar, a la desembocadura del Guadalquivir, el río andaluz por excelencia, que recorre buena parte de la comunidad autónoma desde Cazorla hasta Sanlúcar de Barrameda, donde nosotros des­embocamos por la A-480.   Costa de la Luz

  Entramos en la conocida Costa de la Luz; su nombre proviene de la intensa luminosidad que resalta el encalado de sus pueblos, el dorado de las dunas y el reflejo del mar. Es una de las mayores extensio­nes de costas, con más de 200 kilómetros de espléndidas playas de dorada y fina arena abiertas al océano Atlántico. El interior de Sanlúcar es pro­fuso en frutales y viñedos que producen la afamada manzanilla. Hacia la costa, las playas, pinares y marismas como las de Bonanza, que forma parte del Parque Natural del Entorno de Doñana, le dan riqueza natural. La población tiene su origen en la época musulmana y se derrama por estrechas callejas, hacia el mar y el río, origen de su ser. Pero el clima, las playas, la luz que infunde alegría, buen rollo y ganas de pasarlo bien no son todo en esta población. El castillo de Santiago, la iglesia de Nuestra Señora de la O, el palacio de los duques de Medina Sidonia y el convento de Santo Domingo le dan el punto cultural necesario aderezado por otros alicientes, como su rica gastro­nomía, basada en el pescado y marisco, las bodegas y sus afa­madas carreras de caballos en la playa. Da gusto disfrutar de la moto en días soleados, sin mucho calor, y que la brisa del mar entrando por el casco nos evada del día a día, mientras rodamos por una carre­tera solitaria, con un paisaje agra­dable y el único objetivo de gozar cada minuto. Ya estamos recorriendo la A-491 camino de Chipiona. Pronto llega­remos a este pueblo que tiene su origen en una antigua torre roma­na transformada en 1867 en el altí­simo Faro (el más alto de España, tercero de Europa y quinto del mundo), que se levanta al final de la playa de Regla. Además de las playas, y el paseo por las tasquitas del casco urbano para disfrutar tranquilamente del buen hacer de los mesoneros, Chipiona ofrece otros elementos de interés, como el santuario de Regla o los curiosos “corrales”; murallas de forma semicircular, construidas a base de piedras, conglomeradas de moluscos y ostiones, de casi un metro y medio de altura, situados a pocos metros de la orilla del mar. Creados para ejercer una curiosa técnica pes­quera ancestral que aún se sigue utilizando en Chipiona.

Retomamos la carretera camino de Rota. La escapada de hoy no nos depara muchos kilómetros, no hay muchas curvas… pero hay excelentes razones para ir paran­do en cada pueblo, apenas sepa­rado por unos minutos, ya que todos tienen mucho en común, pero todos aportan algo distinto.

Rota, con origen fenicio, adqui­rió carácter de villa en la época musulmana y se consolidó en la posterior conquista cristiana. Paseando por su casco antiguo, de estrechas calles con casas engalanadas de cal y albero enmarcando sus rejerías y balco­nes, podemos encontrar el castillo de Luna, la iglesia de Nuestra Señora de la O y la capilla de San Juan Bautista. La parte moderna es puro turis­mo, con unas impresionantes ins­talaciones portuarias.

Desde Rota partimos hacia el último destino del día, donde veremos un espléndido ocaso sobre el atlántico. El Puerto de Santa María, situa­do en plena bahía de Cádiz, nos regala diferentes entornos: la marisma, los pinares y las playas. Imbuirnos en la ciudad es hacer­lo en un pasado de importante vitalidad económica, sin duda contagiado de su proximidad a la próspera Jerez y a la eterna Cádiz y, cómo no, a sus propios recur­sos.

El casco florece con palacetes como el de Villareal y Purullena, y monumentos como el castillo de San Marcos, el monasterio de la Victoria y la plaza de toros. Hasta aquí la jornada de ruta, ahora vamos a dejarnos querer por la fantástica gente del Puerto y disfrutar de la gastronomía, hospitalidad y vida de la noche gaditana.

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