Escapada motera por el Algarve oeste

Donde el océano lame los acantilados de la vieja Europa, límite sur occidental del mundo conocido, cientos de hombres coquetearon con la atractiva aventura de descubrir, y otorgaron a este espacio que hoy recorren nuestros neumáticos la fama de ser tierra de conquistadores.

Empezamos el día en la ciudad de Albufeira, meridiano de la extensa región del Algarve portugués, que marcará el campamento base para nuestra incursión en la zona. Albufeira es un destino inexcusable en el turismo del Algarve. Se trata de un pueblo con un bonito centro histórico de callejas estrechas y empinadas rodeado de un níveo cinturón de casas blancas asomadas a las largas playas locales y al concurrido puerto marítimo que cobija centenares de barcos. Aunque el terremoto de 1755 devastó la ciudad, aún queda herencia musulmana en el centro del pueblo, que en árabe fue denominado Al-Buhera o Castillo en el Mar.

Dejamos nuestra moto y nos dirigimos a la plaza Largo Engenheiro Duarte Pacheco, corazón de la ciudad. Este vivo núcleo está salpicado de comercios y restaurantes que gozan de la sombra de enormes árboles tropicales. De la plaza surge la Rua 5 de Outubro, que lleva a la playa local a través de un túnel. Esta playa en realidad son tres: Peneco, Pescadores e Inatel. Unas escaleras laterales nos dejan sobre el túnel, donde está el museo arqueológico, con restos neolíticos y romanos. A la derecha está la Ermide de Sao Sebastiao, dentro de la que está instalado el Museo Arte Sacra. Subiendo la ladera llegamos a la iglesia de Santa Ana, a la que merece la pena llegar para disfrutar de las buenas vistas.

Con la retina rebosante del especial azul de mar y cielo, rasgado por el radiante blanco del caserío de Albufeira, volvemos a la moto para irnos hacia el interior.

Ponemos rumbo a Silves. Podríamos llegar rápidamente por la autopista de peaje que vertebra la región, pero como no tenemos prisa, optamos por las pequeñas nacionales. Me gusta disfrutar de las carreteras secundarias, que siempre aportan más información sensorial que las insípidas vías rápidas. Así pues rodamos por la N-395 que dará paso a la N-269 mientras se van sucediendo los pueblos y nos empapamos del sabor y color del interior algarviense.

Silves es una pequeña y preciosa ciudad asentada en las riberas del río Arade. Este bonito pueblo de serpenteantes callejuelas cuenta con uno de los castillos mejor conservados de la región y una muralla de la misma piedra roja.

Accedemos al núcleo de la población y dejamos momentáneamente a nuestra compañera a los pies de la catedral Vieja de Silves, cuyo gres rojo lleva casi ocho siglos observando la evolución de la ciudad. De ella destacan su fachada barroca y su interior. Desde aquí, subiendo por una sombreada y agradable escalinata llegamos al castillo. De planta irregular y defendido por torres rectangulares, su visita nos permite descubrir un equilibrado espacio con restos arqueológicos y recientes reformas que dotan de belleza al conjunto.

Un paseo por la ronda de la muralla permite contemplar unas estupendas vistas panorámicas. Ten cuidado al salir de Silves, porque el adoquín gastado –casi espejo–, unido a las cuestas y estrechez de algunas calles harán que los ángulos de acometida e inclinación para girar en según qué calle te pongan en un aprieto si la moto es pesada o no llegas bien al suelo.

Salvando ese pequeño inconveniente, nos vamos muy satisfechos de la bermellona camino de Monchique, en el meollo de la montaña. La N-266 sucede a la N-124 y es una delicia rodar tranquilo con la visera abierta mientras la suave cadencia de giros y revueltas nos hacen ascender a través del frescor glauco que nos dejará en el pequeño núcleo termal. La naturaleza circundante, de singular belleza en armonía con los edificios que conforman el pueblo, dan un resultado digno de visitar.

Descendiendo ya, nuestra moto comienza a circular por una onírica carreterilla entre robles centenarios, que abrazan la revirada y estrecha brecha de asfalto y conforman una rotura espacio temporal casi telúrica. Paré la moto y disfruté del silencio, esperando ver aparecer algún personaje de los que –en los cuentos y en nuestra imaginación– habitan el bosque.

Camino de Aljezur, la N-267 nos concede el deleite de un buen número de curvas y las extraordinarias vistas desde Marmelete entre las sierras de Monchique y Espinaco do Cao. Desde Aljezur, la N-268 nos dejará en Sagres tras recorrer parte del parque natural del sudoeste alentejano y la costa vicentina.

Sagres es el Finisterre portugués. Del cabo de San Vicente salieron los barcos hacia los grandes descubrimientos y en Sagres estudiaron marinos insignes como Vasco de Gama y Fernando de Magallanes. El principal atractivo es la Fortaleza de Enrique el Navegante; una explanada vigilada por baterías y garitas retrepadas que coronan los espectaculares acantilados batidos por el océano.

Paseando por la fortaleza descubriremos un curioso y gigante reloj solar (Rosa dos Ventos) en forma de estrella y la iglesia de Nossa Senhora da Graça.

Aunque sin duda lo mejor que nos llevaremos de la fortaleza es una visión magnética del mar; la inmensidad que un día llamó a los aguerridos marineros que se lanzaron a descubrir y que hoy sienten y comparten cientos de visitantes que han dejado allí hitos pétreos.

El pueblo, que atravesamos camino de Lagos, fue acosado por el pirata Drake y devastado por el terremoto de 1775, por lo que no conserva su arquitectura antigua.

Residencia de Enrique el Navegante en sus aventuras del descubrimiento, Lagos fue la ciudad base del comercio con las colonias portuguesas en África. De esa época data el antiguo mercado de esclavos, en Praça da República.

En el paseo marítimo quedan los restos de los muros que defendían la ciudad de los ataques piratas, como el Forte Ponta da Bandeira. Desde el núcleo de Lagos tomamos el desvío hacia la playa de Dona Ana –un arenal de postal– y siguiendo la costa llegamos a la imprescindible y bella Ponta da piedade, un magnífico conjunto esculpido por la naturaleza que bien merece la visita, aunque a mí me la veló la bruma.

Deshacemos el camino y rodamos ya camino de Portimão, una villa de tradición pesquera arrastrada por la vorágine turística del Algarve. La iglesia de nuestra señora de la Concepción, con un interior azulejado espectacular, es buena excusa para iniciar el paseo por las calles que la rodean, que nos descubrirá multitud de pequeñas tiendas de cerámica y artesanía, especialmente en la calle peatonal Diego Tomé. También es bonita la calle Largo 1 de Dezembro, con azulejos llamativos.

Desde Portimão, en apenas tres kilómetros llegamos a la inmensa playa de Rocha, una de las semillas del Algarve turístico mediado el siglo XX.

Nos espera un vasto arenal enmarcado de rocosos acantilados y un fuerte militar que data de 1691, la fortaleza de Santa Caterina. Casco, guantes y nos ponemos en marcha para dirigirnos al último destino del día.

Rodando por la N-125, antigua carretera de la costa, al llegar a Porches tomamos el desvío hacia Praia Marinha. Nos espera un exquisito colofón en forma de bellas calas escoltadas por la impresionante verticalidad de áureas paredes y formaciones caprichosas con arcos tallados por el mar que emergen de límpidas aguas esmeralda. Un regalo para los sentidos.

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