Escapada en Vespa por Huesca

Tengo ganas de pasear con mi Vespa por fantásticas carre­teras, son esos momentos que de vez en cuando uno se debe regalar, no sólo para estar mejor sino también para mejorar con los otros. Subir al puerto de Monrepós ha sido siempre una buena tradición de los de Huesca, por lo que me dejo aconsejar para poner mi rumbo particular al pico del Águila y seguir con el ejemplo de realizar la tradicio­nal subida al túnel de la Manzanera. Este túnel fue durante años uno de los más famosos de todo el Pirineo de Huesca y fue símbolo del viejo y auténtico trazado del puerto de Mon­repós, además está a unos pocos kiló­metros de Arguis, donde se celebra la conocida Reunión Invernal. Para subir al pico del Águila hay que re­correr una revirada carretera, con nada de mantenimiento del asfalto y que incluso tiene algunas piedras debido a los desprendimientos de rocas, que va serpenteando y subiendo sin parar. La Vespa sube en segunda velocidad, lenta pero segura, suficiente para ir sorteando los agujeros de la calzada, que son fatales para las ruedecillas de diez pulgadas que calza. A ritmo dominguero y sin alegrías de roscar la oreja derecha, pues encuentro rocas de todas tallas procedentes del talud calcáreo, pero se llega al final de reco­rrido sin dificultad alguna. En la cima hay un recinto cerrado con unas altas vallas para proteger las antenas de telecomunicaciones que hay. Con apenas unos 1.650 metros de altitud, la vista es impresionante. Dejo abandonada mis dos ruedas y continúo a dos pies, bordeando el recinto vallado hasta llegar a una ermita románica en la cima; la vista es más que espectacular. Por el lado norte, a lo lejos se ve el Piri­neo nevado, donde un panel informativo te permite identificar el nombre de las montañas como el Monte Perdido. Por el lado contrario tenemos a nuestros pies la vista de la Hoya de Huesca y los pueblos de los alrededores como si fueran insignificantes conglomerados, algunos incluso abandonados. Al fondo se divisa el Moncayo. Desde luego el día es excepcional, con una baja hume­dad que nos brinda una magnífica visi­bilidad. Ahora, cuando lo recuerdo, me viene a la cabeza el típico “yo estuve allí”, como si eso no fuera suficiente, casi prefiero un “al final fui”, y vaya si me he recargado las pilas admirando este paisaje hasta el infinito.

Ya descendiendo realizo varias paradas, una con la excusa de observar gran­des aves rapaces que no puedo saber de qué tipo son, pero de una gran envergadura y de plumaje negro que vuelan si aletear prácticamente. En otra paradita veo la boca del túnel de la Manzanera y un pequeño salto de agua, después de algunos virajes me doy cuenta de que el tiempo se me pasa volando, pero quiero retener esos momentos efímeros y de una belleza permanente.

El camino de vuelta me descubre mil detalles que a la ida iban quedando a mi espalda, por suerte vuelvo por mis mismas huellas y me encuentro de cara lo que había dejado atrás. Una vista de Arguis y de su embalse me parece una fantástica estampa, y es que esta parte central del Pirineo tiene una belleza espectacular.

Una parada en la pequeña población de Arguis me descubre el fuerte ca­rácter que tienen sus edificaciones, sus balcones; tampoco sus callejue­las le dejan a uno indiferente. Arguis es tranquilo, casi desértico, pues solo cuenta con 108 habitantes y, aunque hoy es domingo y puede que haya más, no es momento de pa­sear. Ahora pocos habitantes, pero en un pasado fueron muchos más.

Sigo adelante, paso por el embalse y serpenteo por la carretera sinuosa tranquilamente, es de bajada y me dejo deslizar como si de un tobogán se tratara. También van pasando numerosos carteles de la sierra de Guara, un macizo calcáreo cortado por espectaculares barrancos donde se empezó a practicar el barranquis­mo europeo y hoy aún sigue siendo uno de los lugares preferidos de los mejores especialistas.

Esta ruta es una de las más cómodas para acceder a los desfiladeros más sor­prendentes, como la garganta del río Guatizalema, con paredes de más de 700 metros de altura. Entre otras formaciones geológicas tenemos cuevas de varios kilómetros de lon­gitud, como el Solencio de Bastarás. No me doy ni cuenta de que estoy en Huesca. Es una pequeña capital tranquila que sorprende al viajero.

Huesca ya no es una ciudad de paso, es un destino que nos ofrece un gran abanico de posibilidades turísticas, toda la ciudad conserva trazos de su historia. Muchas calles conservan su empedrado custodia­do por casas de dos o tres alturas de ladrillo bien restaurado, que in­vita a dar un paseo a pie, todo está muy tranquilo, apenas peatones, ni tráfico rodado. He dejado la Vespa y me dejo llevar, el sol empieza a caer, pero aún tiene fuerza y larga un tono brillante que choca con la pared del edificio del frente.

Por ca­sualidad me apoyo en la puerta de la iglesia de San Vicente y cede; sin darme cuenta me encuentro dentro, así que de puntillas aprovecho para dar una ojeada rápida para volver a la vida real de afuera.

Ha sido un fin de semana muy aprovechado, aunque los días sean cortos, los he estirado al máximo, y me ha permitido redescubrir una zona que ya tenía olvidada. He visto puentes romanos y he visitado er­mitas románicas, todo ello envuelto de una naturaleza que aún perma­nece en estado salvaje.

Afortunada­mente con pocas infraestructuras turísticas y, aunque a veces dificulte el acceso, vemos el lado positivo de la buena conservación del ecosis­tema.

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