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Alicia Sornosa, desde los cabos hasta Tijuana

Pese a que hay dos puertos más desde donde llegar a Baja California Sur, he elegido el de La Paz, prime­ro por ser la capital de esta península y segundo porque sale desde una ciudad mágica en la costa mexicana: Mazatlán (Sinaloa). En el malecón de esta ciudad, uno de los más largos del mundo con 21 km, se encuentra esta estatua de un famoso actor y cantante del Siglo de Oro mejicano, Pedro Infante, representado sobre su moto, mirando hacia la ciudad.

Me subo al ferry y paso la noche, unas doce horas, hasta arribar a la costa de La Paz. La llegada es temprana, aún no ha amanecido del todo, pero entre que salimos y hecho gasolina, ya es la hora de rodar.

La primera impresión al situarme sobre el asfalto es la de estar en un lugar conocido; quizás por los cactus o el color difumina­do de la bruma al final de una larga recta, me recuerda a estar en Almería, al sur de la Península española. El desierto me da la bienvenida.

Decido recorrer el sur, llegando primero a un lugar especial, una raya imaginaria que cruza el globo: el trópico de Capricornio. Allí hago la primera parada y confirmo que los mejicanos siguen siendo unos acérrimos adoradores de su Virgen de Guadalupe, a la que regalan y dedican desde pequeñas capillas a otras bien hermosas como la que encuentro en este artificial lugar.

La recta se hace interminable y deseo llegar pronto a la primera población: Los Barriles. Allí puedo repostar y desayunar algo. La carretera se retuerce y hace más estrecha en esta pequeña sierra que poco a poco voy pasando. Los pueblecitos encas­trados en la roca, de vivos colores, dan la bienvenida con sus enormes topes (badenes muy altos para reducir la velocidad de entrada y salida de los pueblos) a todo tipo de vehículos.

Pese a tener miedo por el tema del repostaje, me voy dando cuenta de que no es tal, me relajo y estrujo el puño de mi Scrambler, haciendo rugir su motor y divirtiéndome como una niña entre las curvas de esta carretera.

En Los Barriles vislumbro los primeros colores que regala el mar de Cortés, azul intenso, con preciosa arena blanca en la orilla. Me parece un paraíso. Los enormes cactus flanquean la carretera. Cómo no, la comida preferida en esta parte son los camarones. Grandes, pequeños, blancos o rosas, gordos o rizados, en ceviche, en taco o fritos, los hay de todas maneras y es genial poder comerlos a pie de carretera.

Con el estómago lleno, vuelvo a tomar la carretera para des­viarme hacia un lugar de increíble belleza: Cabo Pulmo. La pista de unos veinte kilómetros es bastante ancha, casi desierta, con mucho polvo, unas incomodísimas ondulaciones en el piso que hacen que tenga que mantener una velocidad más alta de lo que me gusta para que no se pulverice la moto. Decido bajar la presión de la trasera para no rebotar tanto y pongo atención a las bancadas de arena, que hacen muy lento mi avance.

Llega un momento en que el paisaje me absorbe. El desier­to, una línea blanca y un mar desde el azul más claro hasta el más intenso. Cabo Pulmo es un lugar especial donde ir a bucear, a pescar o simplemente a descansar mirando al horizonte. Pero me queda mucho camino y debo retornar por la misma pista, no me atrevo a seguir más allá cuando viajo sola, dos o o tres caídas en la arena pueden hacer que me agote, deshidratarme y no veo que haya tráfico en esta parte del camino. Regreso sobre mis huellas y retomo la carretera para llegar a Los Cabos.

De nuevo la carretera rectilínea que se acerca directa a la cos­ta. El paisaje de nuevo es impresionante, en Los Cabos unas rocas se asoman al lugar donde se junta el mar del Cortés y el Pacífico, pero la cantidad de urbanizaciones y casas casi en la orilla me impide disparar la deseada foto con la roca con forma de arco que tanto deseaba. Salgo de allí horrorizada, un lugar mágico absorbido por el turismo americano, lleno de autobuses, con aeropuerto y mil lugares donde pernoctar.

Retomo el camino por una autopista que me deja ir mirando el mar a mi izquierda. Este es el lado del Pacífico y mi destino, Todos Santos.

Todos Santos y Hotel California
 

Mientras me aburro en la interminable recta de cuatro carriles voy tarareando aquella canción de los Eagles: Hotel California. Una canción mítica que dicen que se escribió sobre el mismo hotel en el que voy a pernoctar. Me voy fijando en el mar y a los lejos en varias ocasiones consigo distinguir los chorros de agua que expulsan las ballenas al respirar. El hotel California es mil veces mejor de lo que había imaginado, un lugar es­tupendo, con piscina y terrazas en otro de los denominados Pueblos Mágicos de México. Estoy deseando darme una ducha y descansar.

En Todos Santos hay una misión, como no podía ser de otra manera en México o en esta parte de Baja California Sur. El pueblo gira en torno a la iglesia de blanco impoluto, pero me interesa más lo que hay detrás de las casas, así que tomo una pista de tierra blanca, medio arenosa y llego hasta una playa donde desovan las tortugas.

El océano Pacífico, a diferencia del mar de Cortés, se mues­tra muy bravo en la orilla, con rabiosas olas que rompen fuerte contra una arena llena de diminutos trozos de conchas. Un pez globo agoniza en la orilla, otros chorros de ballenas más allá, pero ni rastro de las tortugas. Regreso a mi montu­ra, que espera bajo la sombra de una buganvilla de exultante color rosa.

Las islas flotantes
 

Hoy de nuevo cruzaré la península. Atravieso del este al oeste por una carretera, de nuevo en aburrida línea recta. Me dirijo hasta Loreto, donde descansaré una vez más. Es otro de los Pueblos Mágicos y seguro que encuentro una gran historia. A partir de ahora debo tener más cuidado con el combustible, hay tramos en los que puede que no haya gasolina en estos cuatrocientos y pico kilómetros que voy a recorrer. Relleno los cuatro litros que caben en bidón de gasolina extra y salgo dispuesta a comérmelos. 

A estas horas de la mañana el aire es frío, pero antes de que cumpla la mitad del camino, el sol está muy alto y calienta bien. Comienzo a atravesar otra sierra, subidas y bajadas que hacen el camino más entretenido, sin ninguna población a la que asomarme. El ascenso entre curvas, subidas y bajadas va dejando los increíbles paisajes del desierto, con pequeños arbustos y mucho cactus gigante. Por fin, al fondo lo veo, es el azul intenso del mar de Cortés que me saluda una vez más.

Cada vez las vistas son más impresionantes, entre el marrón de la tierra emerge un fondo azul, salpicado de pequeñas islas que parecen estar flotando entre las cumbres de esta sierra. Cuando comienzo a bajar, distingo las playas de arenas blancas con un mar calmado a la orilla.

Decido tomar un desvío, una pista perfectamente compactada que lleva hasta uno de estos paraísos: la playa del requesón, un lugar donde los gringos vienen a disfrutar en sus caravanas o tiendas de campaña. Si llego a tener la mía, el viaje habría sido diferente, pienso. Pero tengo que retomar la carreta hacia Santa Rosalía, para llegar cuanto antes a Loreto, aquí anochece enseguida y de noche no me gusta conducir.

Loreto
 

Antigua capital de Baja California Sur, Loreto es otro de los Pueblos Mágicos de la península. Cómo no, la ciudad ha cre­cido en torno a la misión, una de las más antiguas. El centro tiene un aspecto auténtico con muchas de sus calles peatona­les, con túneles de buganvillas para escapar del sol, empedra­das o de tierra. Busco el hotel Oasis, el más antiguo de toda la Baja, pegado al mar.

Es sencillo encontrarlo y a sus dueñas también. Este hotel tiene mucha historia y me invitan a la casa de la dueña a que la escuche. Loreto dejó de ser capital a favor de La Paz, pero en esa época de los años sesenta, aún casi nadie venía por Baja. Eran los americanos pudientes los que con sus avionetas se desplazaban allí desde el estado de California. El padre de esta señora octogenaria fundó el hotel, que contaba con cinco habitaciones.

Compraron una emisora para por radio, cuando escuchaban los motores de una avioneta que se acercaba, avisar a través de las ondas de que un hotel les esperaba allí. Así, poco a poco, generación tras generación, nació el Oasis. Levantarse frente al mar es lo mejor que pue­des hacer si viajas a Baja California, el amanecer es uno de los regalos más bonitos en este lado del mar de Cortés. Rumbo a Guerrero Negro, de nuevo, cruzaré la Baja en diagonal.

Guerrero Negro y el Malarrimo
 

Hoy me espera otro largo camino, y de nuevo cruzaré la sierra de Baja California Sur. Preparo y reviso mi equipaje, que las maletas laterales estén bien ancladas, que el bidón de gasolina extra deje de gotear (se ha roto el plástico y voy dejando mi huella en gasolina) y que el TomTom Rider 400 me marque el mejor camino. Allá voy. De nuevo el desierto ante mí, dejando detrás el azul intenso del mar de Cortés y sus decenas de islas que parecen flotar sobre un calmo mar. Primero por la costa, hasta llegar a otra de las atracciones de esta península mejicana: los Oasis.

Me detengo antes de Mulegé, un pueblo Heroico, como reza su nombre. El agua casi inunda el asfalto, brota del suelo a am­bos lados formando lagunas entre la vegetación. Un montón de cabras beben y comen al lado, con sus finas patas hasta la rodilla, en el cristalino líquido. Me quedo asombrada. Toco el agua que sale fresca de la roca y charlo con el ganadero, más adelante veo un río, de agua marrón llena de lodo, que abaste­ce a esta ciudad de Mulegé.

Desde aquí rumbo oeste para llegar a Guerrero Negro. Pero no todo es buen tiempo en la Baja California Sur, y la niebla se comienza a apoderar de la sierra. Así, las hojas verdes de las plantas beben, pero es peligroso; el asfalto, sucio por el tráfico de camiones con remolques, se torna resbaladizo, tengo que tener mucho cuidado.

En Guerrero Negro, donde pretendía ir a ver a las ballenas que en esta época llegan para aparearse y criar, huyendo de las corrien­tes más frías de los océanos, la niebla lo cubre todo. Una niebla que moja y resulta desagradable. Paro en un hotel típico antes de la población. Su nombre me resulta divertido: Malarrimo.

Baja California
 

La Baja es sorprendente, desde el sur no he dejado de ver las dos costas, tan diferentes entre sí y separadas por pequeñas cordilleras de clima semidesértico. Hoy la niebla se adueña de parte del recorrido. Además, desde Guerrero Negro hasta Cataviña hay doscientos kilómetros, lo justo para recorrer con el depósito de mi Ducati Scrambler. Salgo muy temprano, con el traje de agua para que la niebla meona no me cale. Voy a visitar uno de los tesoros de esta parte: las pinturas rupestres. Están en un pequeño cruce donde hay tres hoteles y de nuevo la carretera se divide hacia el este, hacia Cataviña.

Además, aquí se produce el famoso vino de Baja California. Cambio de provincia de Baja Sur a Baja, a secas. A los cuarenta kilóme­tros la niebla desaparece por arte de magia y el desierto de arena (al puro estilo marroquí) se transforma en un parque na­tural, reserva de la Biosfera y un poco más adelante entro en el Parque Natural de los Cirios.

Unos cactus con forma de vela que miden más de tres metros y que dan un aspecto surrealis­ta al paisaje. Entre ellos, las rocas que me recuerdan a la Pedri­za, en Madrid. Mi velocidad no supera los 80 km/h, aunque debido al poco tráfico en estas carreteras, nadie me molesta y los grandes trailers-tren van aún más despacio que yo.

Por fin veo al fondo unas casitas, he pasado algún apeadero en el que venden gasolina, pero decido continuar, al final, llego de sobra. La gasolinera que hay aquí es en realidad un puesto de gasolina ambulante. Por 180 pesos cargo dos galones (unos 8 litros) más el mío; el depósito está lleno de nuevo.

Hoy me tocan más de 40 km de pista y ahí sí que no hay combustible hasta llegar a los 200 km del recorrido final.

Unos 400 metros separan la carretera de estas pinturas rupestres, escondidas en una pequeña cueva hecha de rocas. Es impresionante saber que hubo seres humanos que vivieron ahí, entre el desierto, las cabras montesas, los cirios y las rocas.

Coco´s Corner
 

Si hay lugares míticos en la Baja California, sin duda la es­quina de Coco es uno de ellos. Es un hombre que no tiene piernas, se mueve en su quad y vive en un cruce de cami­nos que siempre sale en la Baja 1000. Su casa son cuatro paredes y una cama, con mesa en medio y un techo lleno de bragas colgadas, de todos los colores y tamaños. El exterior, decorado con latas de cerveza, trozos de vehículos que nun­ca llegaron a la meta y mucho, mucho desierto alrededor.

Están construyendo una carretera, pero yo aún he llegado a tiempo de recorrer estas pistas de la mítica competición, aún con tierra. Me encuentro a Coco en su quad, llevando a tres chiquillas que me presenta en tono de guasa como sus “novias”. Han puesto un cartel anunciando su lugar en la futura carretera, es todo un reconocido personaje.

Desde este peculiar lugar hasta la bahía de Alfonsina me quedan dos horas. El sol ya está alto, así que debo espabilar o me cogerá la oscuridad y por estas pistas que suben y bajan, serpentean al lado del futuro trazado de asfalto, no quiero conducir. Aprieto los dientes, me pongo de pie sobre los estribos y esquivo las piedras sueltas que hay en la pista, llena de polvo y baches. De vez en cuando me cruzo con algún camión, aminoro la marcha y aguanto la respiración hasta traspasar la cortina de polvo que las catorce ruedas del tráiler levantan. La autopista está abierta, nuevo y liso el asfalto que me llevará durante unos pocos kilómetros que me acercarán de nuevo al mar de Cortés.

Alfonsina’s
 

Estoy al final de mi recorrido por Baja California. Poco me queda ya para llegar a Tijuana. Está siendo un viaje mucho más rápido de lo que me gustaría. Tomo una pista a la derecha que me acerca al mar. De nuevo la sensación de que una isla de piedra flota sobre el mar. Me vuelvo a poner de pie y llego a un surtidor en medio de la nada. Una barrera corta la pista; al fondo, la isla flotante y el mar. Vuelvo a cargar de gasolina y me acerco a la barrera que me abren sin más. Es una larga bahía llena de pequeñas casitas de colores.

Con la orilla a mi derecha y una pista de aterrizaje de tierra a mi izquierda, me fijo aún más. Muchas de estas casitas de madera son antiguas remolques transformados, algunas tienen una avioneta en su costado. Continúo entre ellas hasta el final. En color rojo, el hotel Alfonsina’s, de madera, en el lateral de este increíble lugar. Es el que más me gusta de todos los que he recorrido, está pegado al mar y no hay nada más que una enorme isla de piedra frente a él. Me quedaré a dormir.

No hay enchufes en la habitación, todo es ecológico. Ceno unos tacos de corvina, abro el orde­nador y escribo esto. Saco mi botella de Tequila y doy buena cuenta de ella. Es un lugar tranquilo, hay paz. Veo atardecer y observo, desde la orilla, unos metros más allá las estrellas de un lugar mágico en el mundo.

Tijuana y el final
 

Por la mañana, muy temprano para ver el amanecer, me coloco en una de las tumbonas de teca de la playa. El silencio se rompe por las tímidas olas del mar. Después de desayunar miro el tiempo, hoy lluvia y viento. El cruce de un lado a otro de la Baja se me complica. Tengo que atravesar una sierra y llegar hasta los dos mil metros de altitud. El viento cada vez es más incómodo, cuando me cruzo con los tráilers parece que me tiran cubos de agua por encima.

El suelo resbala y los pick-up que usa todo el mundo aquí levantan una sucia cortina de agua que me impide ver bien para adelantar. El camino resulta un suplicio, otra prueba de que esto es una aventura y la Baja California un lugar salvaje, con cambios de temperatura, de firme y de condiciones en pocos kilómetros. Ensenada está sumergida en una tormenta, la carretera que sube a Tijuana inundada, cruzada de riadas que hacen muy difícil mi paso.

Tardo dos horas más de lo previsto, pero estoy bien. Devuelvo la moto donde me indicaron, en Tijuana. La tristeza se apodera de mí, ha llegado el final del viaje. Más de 1.000 kilómetros míticos y maravillosos. Pero decido tragarme las lágrimas y respirar hondo a la vez que prometo regresar, con una tienda de campaña y tacos en mis neumáticos para recorrer lo que no pude ver de esta Baja California y Baja Sur.

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